Violencia política: Argentina, un siglo XX lleno de sangre

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El bombardeo a la Plaza de Mayo para matar a un presidente. Una autodenominada «revolución libertadora» para bajar un gobierno constitucional. Represión, noches de bastones largos y de lápices. Una sucesión de dictaduras militares para terminar en una maquinaria sangrienta de desaparición, tortura y asesinato de personas. Aunque se suele plantear como excepción, tal vez haya que pensar que la violencia política es la norma en la Argentina.

Los episodios violentos asociados a causas, lógicas o motivos políticos tienen larga data en la historia de nuestro país. Desde la época de la revolución del largo siglo XIX, donde más tarde los electores irían a votar armados y la guerra aparecería como constante de resolución de conflictos, hasta momentos poco recordados: la misma Unión Cívica Radical, esa que hoy proclama republicanismo, tomó las armas casi como una necesidad ética contra el roquismo de Juárez Celman en los comienzos del siglo XX.

Argentina: un siglo de violencia política (Sudamericana 724 páginas 589 pesos), del historiador y periodista Marcelo Larraquy, reconstruye por qué se mataba, sobre la base de qué ideas y motivaciones políticas.

“La idea es que la violencia política no es, en rigor, una excepcionalidad en la historia argentina. Lo que el libro condensa es la publicación y edición de otros tres, Marcados a fuego, con el añadido del período de Alfonsín y de Menem hasta 1990, que ahora se leen de forma continua como un siglo de violencia, en un tomo único que le da un nuevo sentido, una nueva perspectiva”, explica Larraquy a Clarín.

El terrorismo de Estado de 1976 aparece en ese recorrido como la cristalización de la violencia política en su versión más descarnada, explícita y paradigmática. Con el agravante de haber sido estatal y con la advertencia de su condiciones de posibilidad: «Los primeros centros clandestinos de represión fueron construidos y utilizados durante el gobierno constitucional», antes de la dictadura, cuenta el escritor.

Autor de El peronismo y la Triple A, la biografía Galimberti (en coautoría con Roberto Caballero), Fuimos soldados, historia secreta de la contraofensiva montonera y 2 libros sobre el papa Francisco, Larraquy le dio otro sentido a aquella trilogía publicada en 2008, 2010 y 2013, que ya tiene 3 ediciones y vendió 9.000 ejemplares en tres semanas.

Así sea estatal, paraestatal, partidaria, elitista, popular, con palos, piedras, bombas o tanques, la violencia como concepto histórico se pone en contexto respecto de cada período y cada actor: de Alem a Menem, el trabajo de Larraquy traza no sólo los episodios violentos de la Argentina del siglo XX, sino las distintas omisiones y concesiones que tanto las instituciones como la sociedad civil estamparon en una historia llena de sangre.

—El punto de partida del libro es La Revolución del Parque de 1890, liderada por Alem. ¿Por qué es tan importante?

—Porque es el primer enfrentamiento contra el Estado constituido, contra un sistema de fraude, corrupción pública y privada, contra una élite de gobierno que había promovido la desmovilización política. La violencia del radicalismo abrió las puertas del siglo XX argentino y alteró la estructura de poder del régimen conservador. No sé si esa tradición partidaria, ese mito de origen, es frecuentemente recordado por la UCR de hoy.

 

—¿Qué lugar ocupó el anarquismo que vino desde Italia en este hilo conductor de la violencia política en los inicios del siglo XX?

—Si el radicalismo asumió la respuesta política violenta, el anarquismo fue la respuesta social, en un contexto de crecimiento del proletariado urbano por el flujo inmigratorio. Buenos Aires dejaba de ser una aldea. El anarquismo, que era percibido como un “engendro monstruoso” por los conservadores, puso las injusticias sociales del Régimen sobre la superficie. Y la respuesta estatal fue la exclusión, la deportación, las leyes persecutorias y también la represión. Frente a una problemática social adoptaron una respuesta penal. Generó más violencia.

— La antinomia peronismo/antiperonismo” oficia de categoría central en tu libro. ¿Qué consecuencias tuvo de un lado y del otro en cuanto a la violencia política?

—En este período, a la par de la promoción social gestada desde el Estado, se generó una “discriminación política” en la que el partido de gobierno cubrió todos los estamentos de la sociedad desde una visión totalizadora. Y sus adversarios políticos fueron caracterizados como los “enemigos de la Nación”, la “antiPatria”. Con mencionar que el jefe de la oposición parlamentaria, Ricardo Balbín, fue encarcelado durante diez meses por un discurso político, basta para entender este concepto. El peronismo gestó una ley, la ley de Desacato, que castigaba a los que cuestionaban a los funcionarios públicos. Fue un instrumento penal que condicionaba la política democrática. No admitía la disidencia. Y la impugnación llegó por bombas y atentados de jóvenes radicales para desgastar al gobierno y generar conmoción política. Uno de ellos luego llegó a ser ministro de Defensa de Alfonsín. También la Iglesia confrontó con Perón en sus últimos años.

—El bombardeo a la Casa Rosada para matar a Perón ocupa un lugar paradigmático, en toda esta historia, según el libro. ¿Cómo lo analizás?

—La Marina produjo el hecho criminal de dimensiones desconocidas, heredero sin dudas de una lógica bélica de la Segunda Guerra Mundial-, como lo fue el bombardeo a la Casa Rosada para matar a Perón y a todo su gabinete. Y desde los aviones, mataron a centenares de personas sin lograr su objetivo. Pero fue clave para determinar la caída de Perón tres meses después. Después de ese golpe, la Revolución Libertadora como punto de partida, provocó 17 años de proscripción, fusilamientos y persecución al peronismo, que terminarían por transformar a Perón en una figura mítica, el hombre necesario para pacificar a la Argentina en 1973 frente a los sucesivos fracasos de los gobiernos militares y civiles, tutelados por militares. Ningún sistema político puede sobrevivir con cláusulas de proscripción.

—El libro tiene una buena parte dedicada a López Rega. ¿Por qué el período 73-76 quedó tan emparentado a su figura y no tanto a la de Perón?

—Después de publicar “Galimberti” (2000, coautoría con Roberto Caballero), trabajé varios años para entender por qué la figura del ministro de Bienestar Social y secretario de Perón, José López Rega, concentraba toda la responsabilidad de la represión ilegal del gobierno peronista 1973-1976. Y a través de documentos, discursos y consumación de distintos hechos, se puede entender que esa “cruzada” de López Rega y la Triple A fue la política del Movimiento Justicialista para combatir y aniquilar al “enemigo infiltrado” en sus propia filas. Entonces, lo que se denominada “lucha interna del peronismo” creo que debería caracterizarse como represión ilegal del Estado, porque era desde las fuerzas estatales donde se articulaba esa represión que dejó miles de muertos y alrededor de mil desaparecidos en ese período.

—¿Qué postura tuvo Perón con la violencia de la Triple A?

—Perón murió sin condenar nunca a la Triple A, ni tampoco tomó acciones internas para detener su funcionamiento. Al contrario, la alentó: designó al comisario Villar –jefe de la facción policial de la Triple A- al frente de la Policía Federal. El peronismo luego sintió obligado a inculpar a López Rega para deslindar su propia responsabilidad en la represión estatal ilegal, es decir, en crímenes de lesa humanidad, como fue probado por la justicia. Todavía el PJ mantiene una postura negacionista frente a este tema.

—La dictadura aparece en el capítulo 25 como una cristalización de la violencia política, cuando se puso al Estado al servicio del exterminio sistemático y clandestino. ¿Qué análisis hacés de ese período?

—No se podrá acceder a una aproximación a la verdad sobre la dictadura si no se analiza y reflexiona sobre su historia previa. No puede trazarse una frontera temporal, en la que el pasado no existió, y las Fuerzas Armadas activaron el aparato represivo de un día para el otro. La clase política –el justicialismo, y también el radicalismo- le fueron cediendo espacios y abandonaron responsabilidades institucionales, un factor que luego fue omitido en el relato ochentista de “La República perdida” o la memoria setentista recreada por el kirchnerismo. Los primeros centros clandestinos de represión fueron construidos y utilizados durante el gobierno constitucional. Y una vez usurpado el poder el 24 de marzo de 1976, las Fuerzas Armadas sistematizaron el plan represivo, con el apoyo de cúpulas empresarias, y el silencio de buena parte de la sociedad, para organizar desde el Estado una represión sistemática de dimensiones sangrientas nunca conocidas en la historia argentina. Fue una máquina perfeccionada para matar.

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