San Francisco Solano y la historia de nuestros pesebres

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Cada año, al llegar diciembre, el planeta se viste de fiesta. Pinos de todos los tamaños pierden su verde natural entre los adornos brillantes: colorados, azules, plateados y dorados. Guirnaldas que cuelgan de faroles en las ciudades, en los techos de las casas y en las vidrieras de los negocios. Regalos que se multiplican.

Gracias a la revolución de las comunicaciones, las tradiciones de todo el mundo se fueron mezclando y hoy es común festejar la navidad estival argentina con la imagen de un señor panzón abrigado como para soportar el frío del hemisferio norte.

Pero, en otras épocas, la figura central de este festejo no era Papá Noel sino el pesebre, tradición que sigue manteniéndose en muchas provincias, especialmente en el norte y el litoral de la Argentina, donde esta costumbre lleva más de cuatro siglos.

La inclusión del pesebre en el festejo navideño fue introducida en nuestro país, que en aquel entonces formaba parte del Virreinato de Perú, por jesuitas y franciscanos en el siglo XVI. El primero del que se tiene registro en estas tierras, según el historiador jesuita padre Pedro Lozano, lo realizaron los omaguacas, alrededor del año 1594, en Purmamarca, actual provincia de Jujuy. Estos indios, con la ayuda del padre Gaspar de Monroy, tiñieron arcilla con los colores de los cerros y moldearon la primera representación del nacimiento en Belén.

Existió un cura, en el noroeste, que se destacó entre los demás. Nos referimos a Francisco Sánchez Solano, quién, a su muerte, fuera canonizado y hoy conocemos como San Francisco Solano.

Solano fue un cura español que a fines del siglo XVI llegó a América a predicar. Su tarea evangelizadora en el continente se extendió por catorce años. Siempre con un crucifijo en la mano, se acercaba a las poblaciones indígenas, que eran muchas y muy heterogéneas, y lograba ser bien recibido y escuchado. Aún las tribus más hostiles se rendían ante la paz que transmitía el misionero. Esto se dio, en parte, gracias a la facilidad que el cura tenía para aprender sus lenguas y dialectos, habilidad que muchos han entendido como milagrosa.

En lo que respecta al festejo del Natalicio de Jesús, puede decirse que Solano ha sido un pionero de las celebraciones navideñas en el norte del país. Fue un entusiasta de los villancicos y logró imponer estos cánticos que se convirtieron en hábito con el paso del tiempo. Viajaba siempre llevando un rabel (que era una especie de violín) y una guitarra con la que acompañaba su canto que, según relataron quienes lo conocieron, era celestial.

Hipnotizaba con su voz y su melodía a todos los que se agrupaban a escucharlo. Por su habilidad con la música, y el empeño en transmitir y mantener las costumbres autóctonas, respetando las culturas nativas, hoy es el patrono del folklore argentino.

Adquirió fama en el noroeste por haber sido el promotor de los pesebres vivientes, especialmente por incluir en los mismos a los nativos. En el lugar del niño Jesús, Solano acunaba niños indígenas para demostrar la universalización del mensaje cristiano. Estas representaciones se llevaban a cabo en las misiones de La Magdalena, Socotonia y Cocosori, actual territorio salteño.

Tal vez, el mejor legado que nos ha dejado San Francisco Solano sea el de universalizar el mensaje navideño, como hizo él con sus pesebres vivientes. Un mensaje que nos lleve a crear una nueva tradición, más allá de adornos y regalos, y que podamos entender estas fiestas como un momento de reflexión y unión entre los argentinos.

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