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“Uno de cada cinco femicidios en Argentina es cometido por miembros de las fuerzas de seguridad”, advirtió días atrás el colectivo Ni Una Menos

Nacionales

En la pequeña ciudad de Rojas se concentró el horror. La muerte de Úrsula Bahillo -asesinada con 15 puñaladas por el oficial de la Bonaerense, Matías Ezequiel Martínez-puso en foco los femicidios cometidos por uniformados.

Robustece esta temática el caso de Ivana Módica en la ciudad cordobesa de La Falda. Ella murió en manos de su esposo, Javier Galván. Tras ocho días de búsqueda, el cuerpo fue hallado detrás de las ruinas del viejo hotel Eden. Su matador es vicecomodoro de la Fuerza Aérea.

Completa ese combo semanal el femicidio en Formosa de Mirna Palma, una docente de 44 años asesinada por un policía que después se suicidó.

“Uno de cada cinco femicidios en Argentina es cometido por miembros de las fuerzas de seguridad”, advirtió hace días el movimiento Ni Una Menos.

El miércoles 17 hubo una multitudinaria manifestación frente a los Tribunales de la calle Talcahuano por estos crímenes y también para reclamar políticas públicas ante esta pandemia policíaco-patriarcal. En lo que va del año ya hubo 45 femicidios.

Aquel sujeto, allá por mayo de 1996, era el prófugo más buscado del país. Pero apenas por unas horas, ya que no tardó en ser encontrado por la dotación de un patrullero en un escondite debajo del puente Tedín, en Tigre.

Entonces se entregó con mansedumbre antes de que un sargento, en vez de amarrocarle las muñecas, le pasara un brazo por el hombro, casi con cariño, mientras le susurraba al oído: “Te mandaste una macana, pibe”.

La “macana” en cuestión fueron 113 puñaladas al cuerpo de su novia. Se trataba del célebre Fabián Tablado.

Sobre semejante festín de sangre corrieron ríos de tinta, aunque aquella frase pasó desapercibida. Una lástima, porque dejaba al descubierto la actitud comprensiva de los uniformados hacia la violencia de género, incluyendo su manifestación más extrema, el femicidio.

¿Acaso esa tolerancia forma parte de la cultura policial? De ser así, la misma también beneficiaría a sus efectivos más propensos en tener desbordes “pasionales”, una calificación aún hoy usual en las comisarías.

Pablo Bressi –quien fuera jefe de La Bonaerense entre fines de 2015 y mayo de 2017– es un gran ejemplo al respecto. Tanto sus 90 mil subordinados como los funcionarios que lo entronizaron –la ex gobernadora María Eugenia Vidal y su ministro de Seguridad, Cristián Ritondo– sabían perfectamente que él era un golpeador de mujeres sin que ello minara su autoridad o pusiera en riesgo su gestión.

A su esposa, Isabel Monatysky, le llegó a fracturar una pierna a patadas, entre otras palizas, además de apoyarle una pistola en la cabeza ante los tres hijos de ambos. A su siguiente pareja, Viviana Figueroa, le pegaba en forma regular, y hasta le rompió un tímpano con un cachetazo. Las denuncias efectuadas por ellas jamás fueron tomadas en las fiscalías de la provincia. Pero al menos tuvieron el privilegio de sobrevivir.

Durante el reinado de Bressi en aquella fuerza de seguridad, hubo 2.252 policías denunciados por sus parejas o ex parejas. El grueso recibió sanciones leves, y apenas 49 fueron exonerados. En ese lapso también hubo 13 femicidios cometidos por policías, sólo entre las filas de La Bonaerense.

Sin embargo, en aquella época la prensa no reflejó dicha problemática con la merecida dimensión. Ese letargo informativo se quebró a fines de 2016, aunque por un hecho ocurrido en la ciudad entrerriana de Paraná.

El sábado 5 de noviembre, el suboficial de Prefectura, Orlando Ojeda, de 46 años, amaneció ofuscado. Y enfiló hacia la casa de Romina Miriam Ibarra, –una cabo de la Policía de Entre Ríos de quien se había separado poco antes, y le disparó con su pistola reglamentaria en la cabeza. Luego fue de visita a la casa de su ex esposa –con la que tramitaba el divorcio– y tras una discusión le descerrajó seis tiros delante de los tres pequeños hijos de ambos. Aquel doble femicidio estremeció al espíritu público.

El asunto fue parte de los reclamos esgrimidos durante la multitudinaria marcha desde el Congreso a Plaza de Mayo, convocada el 8 de marzo de 2017 para el primer Paro Internacional de Mujeres.

¿Hubo entonces una adhesión macrista a la lucha contra la violencia de género? Aquel miércoles, tras la desconcentración, cuando ya prácticamente no quedaba nadie, la Policía de la Ciudad cargó con una furia desaforada sobre chicas que caminaban solas, que comían pizza o que bailaban en la calle, lejos de toda escena que pudiera confundirse con un intento de provocación.

Una paradoja: entre los represores de esa noche se encontraba el agente Maximiliano Leal, de 39 años. Exactamente 16 meses después, acribilló con un balazo en el pecho a su esposa, Giselle Martín, de 40, con quien tenía dos hijos que al instante del crimen pernoctaban en lo de una abuela. El femicidio ocurrió en la vivienda familiar del barrio de San Cristóbal. En su descargo, el hombre aseguró que había discutido con la víctima, que forcejearon y que se le escapó un tiro.

Más allá de la dudosa veracidad de dicha cadena de circunstancias, el caso puso de relieve un patrón común en varios de estos asesinatos: el uso de armas reglamentarias (que le provee el Estado a sus servidores públicos). Tal es el caso del 13% del total de femicidios cometidos en el país (16 crímenes causados por policías con aquellos adminículos en 2016, y 23 en 2017), según estadísticas del CELS (Centro de Estudios legales y Sociales).

Por Ricardo Ragendorfer

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