El gol de Rojo evitó la catástrofe. Pero el equipo ya había dado muestras de compromiso. Contra Francia será otra historia.
Messi tapa, corre, presiona. Cae al piso y hace tiempo. Mascherano, con sangre en su rostro, trata de ordenar para evitar un error que no habrá tiempo de corregir. El estadio explota gritando por Argentina y revoleando remeras. La Selección acaba de producir el milagro del segundo gol a cuatro minutos del final con la fórmula menos pensada, gestada por los antihéroes, por dos que en general viven peleando con la cara embarrada: centro de Mercado y gol de Rojo, de derecha (pierna menos hábil) y como 9. El partido se va. Hay que aguantarlo. Y Argentina resiste. Se festeja casi como si fuese una final. El abrazo de Messi y de Mascherano. Las lágrimas de Di María y de varios. Es el alivio. No hubo catástrofe. Se evitó a cuatro minutos del final. Una generación de futbolistas que a la Selección la ilusionó durante casi una década no merecía el peor epílogo, en primera ronda de un Mundial.
Fue fantástico el control de Messi con el muslo izquierdo y el toquecito con el mismo pie, sin dejarla caer al piso, para orientarla al lugar exacto que le permitiera la definición cruzada de derecha, arriba. Aquí, en la ciudad de los zares, se presentaba el Zar Leo. Salía del letargo que lo había atrapado ante Croacia. Exprimía la deliciosa asistencia de Banega desde la mitad de la cancha con la defensa de Nigeria marcando en línea, luego de que Rojo cruzara esa línea y, al ver los caminos obstruidos, decidiera retroceder para dársela al ex Boca que ahora juega en el Sevilla.
Esa foto y en ese momento, bien temprano, era lo que necesitaba Argentina para destrabarse y calmarse, para que no quedarse sólo en jugar ese partido anímico que se había planteado desde las declaraciones y desde el apoyo popular en la puerta del hotel de concentración aquí.
A la Selección le sobró despliegue. Hubo evidentes muestras de compromiso en este episodio límite, con Mascherano como bandera, contagiando. De todos modos, al principio, antes de sea fantasía elaborada entre Banega y Messi, las imprecisiones se habían filtrado. Habían fallado cesiones fáciles Otamendi, Enzo Pérez, el mismo Banega, Mascherano. Había perdido tres pelotas que no suele regalar también.
Eso sí, tras la apertura del marcador, las imperfecciones en los pases bajaron en forma notoria. Hubo momentos de circulación fluida, en especial cuando Banega y Enzo Pérez conectaban con Messi y además Higuaín bajaba a pivotear. Apareció alguna proyección interesante de Tagliafico, con un remate desviado. Fue incuestionable la entrega y la predisposición de Di María para que Moses no jugara cómodo por esa banda, pero al del PSG le faltó finalizar mejor: una pena que lo hayan bajado en un contraataque perfecto lanzado por Banega, justo para que Fideo picara al vacío y al mano a mano frustrado por la infracción.
No era una máquina la Selección. No le alcanzaba para generar demasiadas situaciones. Al cabo, sólo había inquietado con un tiro libre de Messi que rozó con las uñas Uzoho y dio en el palo y con un pase de Leo para Higuaín que el arquero cortó abajo. Casi nunca Argentina pudo dibujar una acción por las bandas con sorpresa, con desborde.
El equipo con mayor influencia de los jugadores (70%) que del entrenador (30 %) había controlado el desarrollo y no había sufrido atrás ni con Musa ni con ningún nigeriano. No era una sensación de solidez total, pero por tratarse de un equipo en reconstrucción era aceptable la producción celeste y blanca.
El abrazo innecesario e interminable de Mascherano a Balogun en el penal que Moses con paz máxima hizo empate volvió a poner a prueba el carácter y la cabeza de la Selección en un momento clave, en el arranque del segundo tiempo.
Cuando los nervios empezaban a instalarse, con Di María como ejemplo mayor, Sampaoli ingresó en acción. Adentro Pavón por Enzo Pérez, quien había comenzado a ser acosado por las imprecisiones, y al ratito Meza por Fideo.
Croacia, con suplentes, ya le ganaba a Islandia. Faltaba un gol, pero no había que equivocarse atrás porque si no se haría irremontable. Falló Banega, contraataque y cabeza-mano de Rojo para el infarto, para el VAR que impulsó al árbitro turco Cakir a mirar el video pero no cobrarlo.
Faltaba un gol y Sampaoli, en el tramo final, puso a Agüero por Tagliafico. Pateó por arriba Higuaín tras un centro atrás de Rojo y Armani en el otro arco se lo tapó a Ighalo. No encontraba el juego Argentina. Estaba atrapada en la desesperación. Sólo Pavón con alguna corrida insinuaba, pero no había ideas para penetrar.
Faltaba un gol y parecía que no llegaba. Ni siquiera Messi lograba conectarse. Hasta que Mercado, a cuatro minutos del final, tiró el centro y Rojo, ¡sí, Rojo!, definió como un “9”, de primera y con la pierna menos hábil, la derecha, contra un palo. Estallido. Desahogo. Justicia con una generación que no merecía semejante castigo futbolero.
La fórmula del corazón alcanzó para evitar la eliminación cruel, en primera ronda. Ahora, Francia. Que empiece otra historia.