Hundida su mirada en el pasto, Javier Mascherano conseguía que su cabeza pelada brillara todavía más bajo los reflectores del Atahualpa de Quito. Los 2850 metros sobre el nivel del mar, a las 6.32 de la plomiza tarde del 10 de octubre, parecían entonces irremontables. Se estaba cumpliendo ese adagio pesimista que asegura que cuando algo anda mal todavía puede ponerse peor: Ecuador, un combinado de entusiastas, acababa de meter un gol, apenas 40 segundos después del comienzo del partido más histérico de la selección argentina en décadas. La amenaza de quedarse fuera de un Mundial, ay, lo que no ocurría desde México 1970, tomaba más cuerpo.
Fue el momento del año. El que había empezado con una AFA en ruinas, con un presidente -Armando Pérez- tan provisional como perdido, con un entrenador -Edgardo Bauza- que llenaba horas de tele con su convicción de que sería campeón mundial y ahora ya no estaba ahí para aunque sea intentar que la Argentina se escapara del descenso. Que había tenido a Lionel Messi insultando de arriba abajo a un árbitro en el Monumental tras un pírrico 1-0 a Chile, germen de una suspensión de cuatro partidos notificada unas horas antes de una derrota en La Paz que sería la tumba de Bauza. Que había seguido con el perdón de la FIFA al capitán, primer éxito de la gestión de Chiqui Tapia, y con la presentación de Jorge Sampaoli, el que arrancó con una cita a José Larralde (“Es lindo estar cerca de lo que de lejos se admira”) y un llamamiento de apoyo a “la selección de los 40 millones de argentinos”. La que después de empates con Uruguay, Venezuela y Perú -el último, en la Bombonera- había llegado a Quito con su peor promedio de gol por partido (0,94) en la historia de las Eliminatorias.
En ese infierno, con un miedo paralizante que sólo confesaban en la intimidad, a los futbolistas que un rato antes jugaban la final de un Mundial les quedaban 89 minutos y 20 segundos para escapar de lo que, sabían, podía ser la mayor catástrofe deportiva imaginable. En la tribuna ubicada detrás el arco en el que Chiquito Romero había recibido el gol de Ibarra sufrían no más de dos mil argentinos. En el palco oficial, Oscar Ruggeri, Conejo Tarantini, Oscar Ruggeri y… el brujo Manuel. Las invocaciones a fuerzas sobrenaturales, avaladas por Tapia, lo habían puesto en ese lugar: escoltado por Julián Camino y Claudio Gugnali -asistentes técnicos de Alejandro Sabella en el pasado inmediato-, ese señor bajito vinculado a Estudiantes de La Plata viajó a Ecuador con el objeto de hacer vaya a saber qué para que la selección saliera del trance. Entonces caminó por la cancha a la tarde, se paró en un arco y entró al vestuario antes de que llegaran los jugadores. Ahora miraba el partido sentado a cuatro asientos de distancia de Luis Juez, el histriónico embajador argentino en aquel país. A la tragicomedia no le faltaba nada.
Pero al final fue Messi quien desató los nudos, espantó los demonios, escribió la verdad y sacó a la selección del pantano. En el momento que más se lo necesitaba jugó su mejor partido con la camiseta de la selección y lo que amenazaba ser un desastre se convirtió, por su obra y gracia, en un triunfo redentor, que enfiló al equipo hacia Rusia.
Este 2018 empezó con un conductor de la AFA (Armando Pérez) y un entrenador de la selección (Edgardo Bauza) que a mitad de año ya no estaban en sus cargos
No será posible escalar hasta la cima sin ese muchacho que en estas horas brinda en Rosario y, enfocado en el gran objetivo, administra sus energías cuando está en Barcelona. El que no esconde que regalaría sus decenas de títulos, récords y premios a cambio de una sola medalla. La que van a entregar en el estadio Luzhniki, la noche del 15 de julio del año que viene.