El bronce de la clavija reluce más con cada una de las tres manos de brilla metal que, con paciencia y constancia, un marinero le aplica. A su lado, otros cuatro ejecutan la misma acción mientras charlan. A pocos centímetros, más miembros de la tripulación, con un escobillón embebido en un preparado de sal de limón, limpian la suciedad e impurezas de la madera del suelo de la cubierta, que quedará impecable antes de la llegada a Puerto Belgrano. Este ritual se repite cada día previo a arribar a un nuevo destino, para que la primera imagen de la Fragata Libertad sea impoluta y radiante.Concentración y charla mientras se pule cada uno de los bronces de la Fragata Libertad.. Foto: Gentileza Armada Argentina
Orden, progreso, armonía y ¡leven anclas! Con estas palabras se puede definir cómo es la vida a bordo del buque escuela de la Armada Argentina, donde LA NACIÓN vivió una travesía de tres días con parte de su tripulación actual y la que se sumará el próximo año, tras el viaje de instrucción de seis meses que terminó en octubre.
Pinchado, michi, diana, cobrar, lascar, corneta, fondeado, sollado, alcahuete y black out, fueron algunas de las palabras que al principio resultaron extrañas y que, con el paso de las horas y las experiencias personales de este redactor, se llegaron a vivir en carne propia.
Arriba del barco, lo primero es el chequeo médico obligatorio que se hicieron todos los que viajaron antes de zarpar rumbo a Bahía Blanca, donde permanecerá el barco hasta el próximo viaje de instrucción, el año que viene, y que llevará a 60 estudiantes del 5° año de la carrera de oficial de marina.
Una ficha donde se detallan los antecedentes médicos, más los exámenes de rutina y una charla con la médica a bordo, fueron los primeros pasos a cumplir dentro de una rutina perfectamente sincronizada y respetada por todos.
Como era la primera vez de este cronista en el barco, y sin formación marina, rápidamente fui catalogado como «michi» y ubicado en el centro de la embarcación, el lugar que menos se mueve.
¿Qué es un Michi?, fue la primera pregunta al escuchar la frase mientras camino a la cama 31 del sollado (habitación) que contaba con tres filas de tres cuchetas con cuatro camas cada una. «Es una abreviatura y deformación de una frase en inglés ‘Midshipman’, que se interpreta como ‘hombre del medio’, ya que en el centro del barco se ubican a los cadetes, porque es el lugar que menos se mueve, así no se descomponen». El cometido se cumplió por 60 horas. Durante las otras 10, este cronista «se pinchó»(descompuso) y permaneció inmóvil sentado en un sillón hasta que todo dejó de darle vueltas.
Una vez que el puerto porteño quedó atrás y cayó la noche, llegaron las premisas básicas y los dos horarios claves: el turno del almuerzo y la cena, que habían sido asignados (13.15 y 21.15, respectivamente).
Con el Río de la Plata de fondo y horizonte, la vida a bordo de la Fragata entró en modo «crucero», en la que la calma y el buen humor fueron una constante. Los oficiales y suboficiales con y sin rango intercambiaban anécdotas, enseñanzas, chistes y cargadas en sus horarios de descanso. «El sarcástico humor de la marinería florece con la adversidad», definiría más tarde uno de los navegantes más experimentados y que seguiría de cerca el minuto a minuto de LA NACIÓN en altamar.
Con letras azules un poco borrosas por el uso, se lee sobre una banda reflectiva el número 0669 del chaleco salvavidas que se nos asigna, que será nuestra responsabilidad hasta la llegada y deberá estar en un lugar accesible en caso de tener que evacuar el barco. «Muchos se relajan y olvidan que estamos en el mar. Pero en caso de una evacuación cada minuto es clave, por eso es fundamental tener grabado en la mente dónde está el chaleco y cómo es la manera más rápida de buscarlo y llegar a la balsa», explicó el responsable de la seguridad. Los simulacros de accidente y el cronómetro para chequear si todos cumplieron con su parte, se repetiría al día siguiente y lo que se debió memorizar es el número de balsa, el lugar asignado y cómo llegar lo más rápido posible. «Balsa 9, orden 18 en el centro del barco a babor (izquierda)».
Cuando aún trataba de memorizar por cuáles escaleras bajar para llegar al sollado, tratando de respetar las flechas rojas y verdes y la máxima de que siempre se circula en el sentido del brazo derecho hacia el mar, llegó la hora de la primera cena: tortilla de verduras de entrada, milanesas de carne con jardinera de plato principal y duraznos en almíbar de postre.
A las 22 las luces del sollado se apagaron y solo quedó una suave luz tenue color rojiza, suficiente para encontrar la linterna o el celular con luz que siempre estaba al alcance de la mano por las noches.
Un barco que nunca duerme
Las jornadas de trabajo a bordo de dividen en dos bloques de 12 horas cada día. Dentro de esas 12 horas, en 4 se trabaja y en las 8 restantes se debe aprovechar para descansar, entrenar en el gimnasio o correr por la cubierta. Estudiar o mirar algunas de las más de 300 películas que tienen grabadas en computadoras conectadas a televisores de 42 pulgadas ubicados en algunas de las tres salas de reunión y comedor comunitario que tiene la fragata.
Las dificultades para conciliar el sueño, sumado a los ronquidos de un camarada de sollado, hicieron que este cronista deambulara en la madrugada entre la cubierta y los salones de usos múltiples. «¿Qué hacés despierto a la 1 de la mañana?», fue la pregunta de uno de los maquinistas que estaba de guardia hasta las 4. La explicación de los ruidos y la nula experiencia en una fragata fueron suficientes para que, con una sonrisa, llegara la solución. «Esperame que ya te traigo una sordina», fue la frase y a los pocos minutos entregó unas orejeras que ellos usan en el cuarto de máquinas y que reduce sustancialmente el sonido. Después de eso, dormir no fue un problema.
El miércoles comenzó a las 7 en punto con la diana, que incluye música y un saludo desde los altos parlantes que están repartidos en todo el barco. Desde ese momento, son 15 minutos los destinados para el aseo personal y tender la cama. Luego, 30 minutos para desayunar y a las 7.45 todos estaban formados en la proa del barco en una mañana donde la bruma no permitía ver más allá de «Úrsula»,que es el nombre de la imagen de la mujer que está en el mascarón de proa y que fue tallada por el español Carlos García González, inspirado en su difunta esposa. La obra mide seis metros y está al frente de la embarcación.
Entre las 7.45 y las 8 se tomó lista por grupos donde había un responsable de cada sector. «Es la única manera de saber si estamos todos o si alguno no se cayó al mar», explicó risueño un oficial a LA NACION, y luego detalló: «Más allá de controlar que estemos todos, es un momento en el que cada responsable le informa al capitán si alguna de sus personas a cargo está enferma o si hay algún problema». El ritual terminó con la lectura de la «Orden diaria de actividades».
Nada está librado al azar hasta las 22, donde la palabra «silencio» cierra el documento de una carilla donde se detalla cuál será el menú, la temperatura, la intensidad y procedencia de los vientos y hasta qué ropa se debe usar para la jornada. Incluso, tiene un apartado de «efemérides navales» y otro de «términos marineros».
Como si fuese un grupo de hormigas, cada integrante cumple con su misión. Los cocineros, repartidos en dos grupos y lugares se organizan para traer los insumos que necesitarán para el menú del día: suflé de zapallitos, ravioles con estofado y manzana para el mediodía; pizza con roquefort, milanesa de pescado y ensalada de frutas para la cena.
Mientras se trabaja, la música casi siempre está presente y cada sector tiene sus preferidos. Con abrir y cerrar una puerta se puede pasar de AC-DC a Amar Azul sin escala. Los que terminaron su turno a las 8, aprovechan para desayunar, entrenar un poco y luego descansar.
El mar estaba calmo y la bruma, con el pasar de las horas, se fue disipando. Al mediodía se podía ver el sol reflejar en el mar, que ya tenía un color azul más intenso que delataba la mayor profundidad en esa zona del río de la Plata.
El viento cálido soplaba del noreste y los 19 grados hacían que la cubierta sea el lugar elegido por todos los que no tenían que efectuar tareas en ese horario. Luego llegaría el turno del simulacro de evacuación, donde se pondría a prueba cuánto de lo enseñado en las primeras 24 horas había sido aprendido.
En la hora 29 arriba del barco, cuando el cuerpo ya se había acostumbrado al movimiento, la situación cambió. Un manto negro vino desde el sur y cubrió el cielo en menos de 15 minutos. El viento cambió de sentido y los agradables 19 grados bajaron a 10 sin previo aviso. Los 10 nudos (unos 18.5 kilómetros por hora) de viento noreste rotaron al sur y comenzaron a subir hasta llegar a los 40, con picos de 50 nudos (más de 90 kilómetros por hora).
El rigor del viento se hacía sentir en el cuerpo y costaba caminar o mantenerse firme en cubierta. Como sucede en los casos de tormentas como la que estaba comenzando, todos debíamos estar en el interior de la Fragata y en cubierta sólo quedaron los responsables de controlar que todos cumplan las órdenes.
Como buen «michi», las doce horas que duró la tormenta los pasé en el medio del barco. Incluso, después de la cena rápidamente la cama 31 del sollado fue el mejor refugio para hacer de cuenta que afuera no pasaba nada. «Esto no es mucho. Se mueve, pero puede ser peor», contó una de las suboficiales de comunicación a LA NACION, y luego recordó algo que los 310 integrantes del viaje de instrucción de este año aún tienen presente: «La tormenta brava la tuvimos cuando cruzábamos el Atlántico desde Estados Unidos a Europa. Fueron cinco días seguidos de tormenta. Se movía todo. Incluso, a la compañera que dormía en la cama más alta la teníamos que atar para que no se cayera por el movimiento».
Después de la tormenta, no vino la calma
La diana sonó puntual a las 7 del jueves 19. El barco ya no parecía moverse tanto como lo hizo durante la noche. Los 15 minutos para el aseo y tender la cama sobraron así que a las 7.10 ya estaba listo para tomar el desayuno, algo que no pude completar hasta 10 horas después.
Aunque aún la temperatura estaba por debajo de los 10 grados, las gotas de transpiración comenzaron a acumularse en la frente como si acabara de comenzar a correr. «¿Tenés calor?», fue la pregunta de un comandante sentado al frente de este cronista y que desayunaba como si nada ocurriera. Mientras, relataba que por los movimientos de la noche había dormido en el piso del camarote, el lugar más seguro.
Tras el tercer sorbo de café y una rodaja de pan francés tostado, la situación no mejoró y el sudor de la frente ya se sentía en el resto del cuerpo. «No me siento bien», fue la respuesta del invitado que no quería hacer papelones, pero ya era tarde. Las indicaciones fueron que saliera a cubierta a tomar aire, que mirara al horizonte y que nunca posara la vista en un punto fijo.
La permanencia en la cubierta comenzó sentado a 30 centímetros del palo mayor, el lugar más estable del barco y con suficiente viento para bajar la temperatura. Como era el día previo al ingreso a un puerto, todos comenzaron a limpiar y dejar impecable la Fragata para ingresar como se debe al puerto Belgrano. Bronces relucientes, sogas y cuerdas perfectamente ordenadas, y los pisos de la cubierta impecables tras el trapeo con el preparado de sal de limón fueron el resultado de las horas de trabajo.
Esas tareas obligaron a continuar las horas de mareo en la popa, por el sentido del viento, y recordar otra frase de marineros que la pondría en práctica, por primera vez, antes de las 10 de la mañana. «Siempre tenés que saber de dónde viene y hacia dónde va el viento, por si tenés que arrojar algo y no querés que te vuelva a la frente. Barlovento, de dónde viene, y sotavento, a dónde va», dijeron a LA NACION varios tripulantes y capitanes.
Tras dejar en el agua el mínimo desayuno ingerido, llegó el nuevo calificativo que iba a sumar, por 10 horas, al de michi. «Está pinchado», fue la frase que utilizaban entre los marineros para definir que estaba descompuesto. El malestar se mantuvo presente hasta pasadas las 10 y fue una esquina de un sillón en forma de «L» en uno de los salones de uso común el lugar donde permanecería inmóvil y dormitando hasta las 17. Cada tanto, alguna persona se acercaba a ver si mi situación mejoraba, algo que no ocurrió y que hizo que me salteara el almuerzo: Tarta de choclo, cazuela de mariscos y fruta.
Pasadas las 17, el hambre se hizo presente con la misma furia que el frente de tormenta del día anterior, pero la respuesta fue te con galletas y a esperar la reacción del estómago, por suerte positiva.
De nuevo en la cubierta, el sol y el viento fresco ayudaron a que la recuperación fuera del 100 por ciento. En tanto, la Fragata ya estaba impoluta en cada uno de sus rincones. Faltaban menos de 20 horas para llegar a tierra. La última cena sería empanadas fritas de carne.
La diana del último día sonó a las 6 mientras el barco se ponía en movimiento para llegar a Puerto Belgrano, donde permanecerá hasta el año próximo. Todos sabían que eran las últimas horas de la fragata en aguas abiertas en este 2017. Tras el desayuno, cada uno fue a dejar su lugar en condiciones y a ponerse la ropa correspondiente para el ingreso a un nuevo destino.
Familiares, amigos y colegas esperaban en el puerto militar más grande del país la llegada de la Fragata, el buque escuela que representa al país en el mundo. La cercanía a tierra firme trajo consigo la señal de celulares y, rápidamente, varios se pusieron «corneta», que en la jerga interna quiere decir que están hablando con sus parejas, novios o novias.
Tras 30 minutos de maniobras de amarre, se desplegó el puente que permitió que bajáramos de la fragata al mediodía y tras 70 horas en aguas argentinas en uno de los emblemas de la marina nacional que, con sus 27 velas, ya dio varias vueltas al mundo.