-Me voy, la flaca se va, Evita se va a descansar – dijo con un hilo de voz.
Eran poco más de las 11 de la mañana del 26 de julio de 1952 cuando Eva Duarte de Perón miró a su mucama Hilda Cabrera de Ferrari y pronunció las que serían sus últimas palabras. Ya no volvió a hablar y cinco horas después entró en coma.
Este relato del último momento de lucidez de Evita, que está lejos de cualquier pretensión mitológica, corresponde a la enfermera María Eugenia Álvarez, por entonces de 23 años, una de las dos personas –junto con Cabrera– que estaban con ella cuando las pronunció, casi perdida entre las sábanas de la cama que le habían instalado en el vestidor próximo al dormitorio de Juan Domingo Perón en el Palacio Unzué, por entonces residencia presidencial que se levantaba en los terrenos de la actual Biblioteca Nacional.
La habían trasladado allí hacía pocos días desde la habitación que venía ocupando después de su operación, en el primer piso de la casona, con dos ventanales que daban a los jardines que daban sobre Avenida del Libertador. Aquella era una habitación amplia y luminosa, con una enorme cama Luis XV y cortinados de voile y terciopelo rojo. Pero Evita quería estar más cerca de Perón y prefirió que la llevaran a ese vestidor de paredes gris, con una sola ventana y escaso mobiliario: un pequeño tocador, un espejo ovalado en un rincón, y dos pequeñas sillas con fundas claras. Quería estar cerca pero no molestarlo, por eso se había negado a dormir con él.
Lágrimas guardadas en un pañuelo
La enfermera Álvarez reconstruyó aquel momento cuando tenía 83 años, durante un homenaje que la Legislatura porteña le hizo a Eva Perón en julio de 2012. Contó también que al pronunciar esas palabras Eva tenía lágrimas en los ojos y que ella se las secó con un pañuelo que guardó celosamente durante 60 años hasta que decidió donarlo.
«Pensé: ‘serán sus últimas lágrimas, ¿hacia dónde irán?’. Recordé que debajo de la almohada estaba su pañuelo. Lo saqué y sequé sus lágrimas, pero no opté por ponerlo otra vez debajo de la almohada sino que lo guardé en mi bolsillo. Hoy he decidido dejarlo donde debe estar, en el Museo Evita», dijo.
Fue ella la que llamó al doctor Ricardo Finochietto, que estaba en otra habitación, para que le tomara el pulso. «Fue un momento muy fuerte, pero muy fuerte… para mí muy fuerte… Quedó como angelada… bella… en paz. No tuvo estertor como lo tienen otros enfermos, fue como si se hubiera dormido, hasta que no hubo más pulso, ni más respiración. Se fue tranquila, en una paz absoluta», contó.
Pasarían todavía más de 9 horas entre aquellas últimas palabras y su muerte.
La operación final
Hacía apenas ocho meses que el cancerólogo norteamericano George Pack, del Memorial Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva York, la había operado de un cáncer de cuello de útero, el 6 de noviembre de 1951 en el Hospital Presidente Perón de Avellaneda, que dirigía Finochietto. Curiosamente ese hospital había sido inaugurado unos años antes por la propia Evita con la idea de que sus «descamisados» tuvieran un centro de salud de excelencia.
Pack había viajado expresamente desde Nueva York para operarla, por sugerencia del oncólogo argentino Abel Canónico: «Un mes antes de que me llamaran para que sugiriera el nombre de un profesional para que la tratara, Pack había asistido como invitado de honor al Congreso Mundial del Cáncer que organicé en el país. Él era un médico muy reconocido en la Argentina. Pero en ese entonces no sabíamos nada de la enfermedad que padecía Eva, aunque ya estaba sometida a un tratamiento de radium», contó el médico.
Según Canónico, la elección de un cirujano extranjero se debió a presiones del propio Perón. «Acá había muy buenos cirujanos y muy buenos oncólogos, y se hacía con frecuencia esa operación. Más bien creo que Perón no quería que si le pasaba algo le reprocharan no haber recurrido a los mejores especialistas», señaló. Fue en ese momento cuando Perón dijo: «Si hay que hacer una cirugía grande, que sea también un gran cirujano quien la atienda». Cuando Canónico recomendó a Pack, se impuso una consigna: que el nombre del norteamericano no debería figurar en ninguna parte, «ni frente a ella ni frente a la prensa», recordó.
La visita de Pack duró apenas 48 horas, el tiempo justo para preparar la operación y realizarla. El diagnóstico, tan terminante como duro era cáncer. Los datos los tuvo Perón y fueron guardados celosamente en secreto.
El primer voto y la foto
Cinco días después de la operación, el 11 de noviembre de 1951, una foto mostró a Eva Perón, demacrada, votando en su cama de hospital, hasta adonde habían llevado la urna. Era la primera vez que votaban las mujeres en la Argentina y ella, que había impulsado la ley, no quería dejar de votar.
Ese día, Perón era reelecto por segunda vez y con el 63 % de los votos. Su presidencia comenzó el 4 de junio de 1952, 22 días antes de la muerte de Eva. De acuerdo a la Constitución, debía terminar su mandato el 4 de julio de 1958. Sin embargo, en septiembre de 1955, un feroz golpe de Estado, que llevó el pomposo nombre de Revolución Libertadora terminó con el segundo gobierno de Perón.
Evita, dos días antes de aquellas elecciones del 11 de noviembre, había grabado un mensaje radial donde se la escuchó decir, con voz débil: «No votar a Perón es, para un argentino, traicionar al país».
Uno de los que acompañaron la urna hasta el hospital fue el escritor David Viñas, por entonces de 42 años y fiscal por la Unión Cívica Radical. Lo recordaría así:«Llovía. Asqueado por la adulonería que encontré en torno de Eva Perón, me conmovió al salir la imagen de las mujeres que afuera, de rodillas, rezando en la vereda, tocaban la urna electoral y la besaban. Una escena alucinante, digna de un libro de Tolstoi».
La potencia del gesto político de votar tuvo como contrapartida el cuadro que mostraba la imagen de Eva: flaca, demacrada, débil. Tres días después la trasladaron en ambulancia al Palacio Unzué. Se negó rotundamente a que la instalaran en el dormitorio que hasta entonces había compartido con Perón. «No quiero molestarlo a Juan», dijo, terminante.
Los últimos actos
A pesar de su debilidad y su precario estado de salud, Eva Perón se negó a guardar el reposo casi absoluto que le recomendaban los médicos. Insistía en participar de todos los actos posibles.
El 1° de mayo de 1952 se la vio consumida en el acto central que se realizó en la Plaza de Mayo, donde habló por última vez frente al pueblo desde un balcón de la Casa Rosada.
-Otra vez estoy en la lucha, otra vez estoy con ustedes, como ayer, como hoy y como mañana – dijo a sus descamisados, pero su estado físico decía todo lo contrario.
En una entrevista que le realizaron en 1969 los periodistas Roberto Vacca y Otelo Borroni al ex secretario de prensa de Perón, Raúl Alejandro Apold, recordó la determinación de Eva:
«Ese día llegué a la residencia a las 10 de la mañana para entregarle un ejemplar de Eva Perón, un libro que la Subsecretaría acababa de editar y que reflejaba su obra. Perón conversaba animadamente don doña Juana, madre de Eva: ambos están preocupados porque no habían podido convencerla de que no debía asistir a la ceremonia. El general me sugirió que le dijera que hacía mucho frío.
«Cuando entré a su habitación la señora vestía un piyama celeste. Hojeó el libro con atención y al ver las fotos las lágrimas anegaron su mirada triste: ‘Lo que llegué a ser y mire cómo estoy ahora…’, me dijo. Para cambiar de tema le comenté que en la calle hacía un frío tremendo, pero me interrumpió: ‘Esa es una orden del general. Yo voy a ir igual. La única manera de que me quede en esta cama es estando muerta’. No tuve más remedio que comunicarle a Perón que mi gestión había fracasado».
Para que pudiera asistir tuvieron que hacerle varias aplicaciones de morfina en la nunca y el tobillo, donde le habían aparecido metástasis del tumor, y pudo mantenerse erguida durante todo el acto gracias a un sistema para apuntalarla que había ideado un empleado de la residencia presidencial. Se la vio de pie, vestida con un tapado de piel, viajando en el coche descubierto que partió desde el Palacio Unzué por Avenida del Libertador hasta la Casa Rosada, donde tuvieron que aplicarle dos nuevos calmantes. También presenció toda la ceremonia de pie, ayudada por el dispositivo que le habían construido y apoyada disimuladamente en una silla. Pesaba apenas 37 kilos.
La rutina de la enferma
Después de ese acto, Eva no volvió a salir de la residencia. A través de diversos testimonios, Vacca y Borroni pudieron reconstruir la rutina de la enferma en esos días.
«El día de Eva Perón era tan agitado como se lo permitía su declinante salud. A las 7 se despertaba y era atendida por las hermanas María Eugenia y Marta Rita Álvarez, diplomadas en la Escuela de Enfermeras de la Fundación. A las 8 llegaba el peinador Julio Alcaraz, quien permanecía junto a ella mientras Irma Cabrera de Ferrari, su mucama personal, servía el frugal desayuno y preparaba la habitación para las primeras audiencias, en general dedicadas a delegaciones gremiales. Perón la visitaba tres veces por día: antes de salir hacia la Casa Rosada, cuando regresaba y para despedirla antes de dormir. Los familiares sólo en las últimas semanas se fijaron turno para atenderla. (Su secretario personal Atilio) Renzi pasaba prácticamente todo el día a su lado: a medianoche era reemplazado por (su amigo personal Oscar) Nicolini, Apold o algún otro funcionario amigo. Tres veces por semana un chofer de la Presidencia traía a su manicura personal. A pesar de sus insistentes pedidos le eran retaceados diarios y revistas: apenas le llegaba, puntualmente el semanario de historietas El Tony«, escribieron en 1969.
Las últimas horas
La noche del 25 de julio, Eva le pidió a la enfermera María Eugenia Álvarez que la acompañara hasta el baño. Tuvo que llevarla casi en vilo.
-Ya queda poco – le dijo Evita cuando estaban volviendo.
-Sí, señora, queda poco para ir a la cama – le respondió, confundida, la enfermera.
-No, querida – insistió Evita -. A mí me queda poco.
Sesenta años después, Ferrari recordó ese momento «Volvimos despacito caminando y la acosté. La arropé bien, puse la ropa de cama debajo del colchón. Fui volando a buscar al médico y le expliqué lo que había pasado. Le tomó el pulso, la revisó y le hicimos un inyectable», contó.
Faltaban pocas horas para que le dijera a su mucama, Hilda, sus últimas palabras:
-Me voy, la flaca se va, Evita se va a descansar.
La espera y el final
Eva Perón habló por última vez poco después de las 11 de la mañana y entró en coma a las 16.30. A su lado, además de la enfermera Álvarez, se fueron reuniendo Perón, Apold, Nicolini, Juan Duarte – hermano de Eva -, el doctor Raúl Mendé, el padre Hernán Benitez – confesor de Eva – y el doctor Finochetto, que no podía evitar las lágrimas ante una muerte que sabía inminente.
Instaladas en una habitación cercana también estaban sus hermanas Erminda, Blanca y Elisa, y su madre, Juana Ibarguren, que entraban y salían constantemente. No querían llorar frente a ella.
El pulso de Eva Perón se fue haciendo cada vez más débil hasta que pasadas las ocho de la noche – la hora oficial de su muerte quedará fijada en las 20.25 – se apagó definitivamente. El encargado de comprobarlo fue el doctor Ricardo Finochietto. La muerta tenía 33 años.
Cuando el médico confirmó la muerte, Perón lloró. «Se puso a llorar como un niño y llegó a decirme: ‘¡Qué sólo me quedo, María Eugenia!'», contaría seis décadas después la enfermera que la vio morir.
Una hora después, a las 21.36, locutor oficial Jorge Furnot, leía el escueto comunicado redactado por Apold en la misma habitación donde había visto morir a Evita:
«Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación».
Llovía sobre Buenos Aires, donde la temperatura era de 13 grados centígrados.