“Papi, vos eras chico, ¿cómo viviste la guerra?” La pregunta de mis hijos ante Malvinas me llevó a querer compartir lo que fue aquella experiencia en los ojos de un niño de ocho años.
Ese dos de abril nos levantamos como todos los días. El radio reloj tenía la alarma a las 6.50 con “Radio Rivadavia”. Los últimos minutos del programa de noticias y luego “Rapidísimo” con Héctor Larrea eran lo primero que escuchaba. Mamá se levantaba con nosotros y nos hacía el desayuno. Papá se quedaba un rato más en la cama. Esa mañana se levantó y escuchaba la radio con nosotros. Sorpresa, cierta euforia muy medida; eso es lo que retengo de aquel momento.
En el colegio varios ya tenían la información. No recuerdo que se haya hecho nada especial. Por esas casualidades el libro de texto de ese año, una manual del alumno bonaerense o alguno parecido, traía justamente en las últimas hojas la “Marcha de Malvinas”. Creo que ese día -o alguno siguiente – la cantamos de pie al lado del banco.
Esa noche miramos el noticiero en familia. Papá tenía reunión de Comisión Directiva del club, pero no fue. La tele blanco y negro que nos había pasado nuestro abuelo, que ya tenía un Hitachi color, estaba ubicado en la esquina de la cocina comedor. Nos dijo “miren esto, recuerden siempre lo que están viendo. Es historia”
En esos días la embriaguez era contagiosa. Todavía no había guerra, no había combates. No había sangre. Pero en la familia había preocupación. Mi tío, el hermano de mi mamá, era clase ’58 y había estado movilizado en el sur en el ’78. Por un conocido, que tenía contactos y llegada con los militares, le habían dicho que se prepara que le iba a llegar el telegrama. Mis abuelos no estaban tan eufóricos. Yo recordaba cuando retornaron los soldados del sur y desfilaron desde la estación de trenes hasta el centro por calle Roque Sáenz Peña. Estábamos a la altura de “Calzados Bazzani” y mi tío rompió la formación de la fila de marcha y se abrazó con mi abuela. Se me representaron los ojos llorosos de ambos en ese reencuentro, y a mis ochos años entendí que ellos no querían sufrir de nuevo lo que pasaron esos meses.
Los recuerdos de abril son confusos. Recuerdo el balcón de Galtieri solo porque en casa mi papá dijo mirando al TV “este hijo de puta se cree Perón saludando desde el balcón” y yo lo repetí luego en la casa de mis bisabuelos para su espanto de peronistas del ’45. No tengo claro si fuimos a despedir al Regimiento 101 a la estación de trenes. Resuena un día con camiones y soldados, pero no sé si fue esa jornada. El famoso tren a Banfield con Sarmiento lo tengo muy presente y sé que fui a despedirlo, esta ocasión no la registro tan lúcidamente.
Con los compañeros del colegio hacíamos nuestra parte en el esfuerzo de guerra. Todos los días había tráfico de información. Repasábamos las noticias y nos alegrábamos sacando cuenta de los países que estaban con nosotros y lo solo que estaban esos ingleses. Los peruanos pasaron a ser nuestros hermanos de sangre. En los recreos cambiamos la manera de entretenernos. Si antes jugábamos a corrernos y tomábamos los caracteres de la serie “Chips” y queríamos ser Poncharelo, ahora nuestro anhelo era ser soldados. “Combate” y “Tigres Voladores” ya no eran programas de TV, eran nuestra vida.
La llegada de mayo, el bautismo de fuego de la Fuerza Aérea y luego el hundimiento del Belgrano nos puso en otra etapa. Lo sentimos en el cambio de rutinas. Empezamos a rezar mas en el aula y creo que fuimos más veces a misa que nunca. Incluso había más formaciones en donde cantábamos el Himno y la Marcha de Malvinas. No hicimos cartas a los soldados como en otros colegios, o por lo menos yo no recuerdo haber escrita alguna. Y estábamos motivados, muy motivados. “Argentina a vencer”. No podía ser de otra manera, si estábamos ganando.
En casa se recibía “La Verdad “y “Clarín” diariamente, más “Semanario” los domingos, las revistas SOMOS y HUMOR. Mis abuelos paternos compraban “La Nación” y en los maternos estaba la revista GENTE y EL GRÁFICO. Veíamos “60 minutos”. Gómez Fuentes y Kasanzew ya eran parte de la familia. Uno tíos buenos que nos pasaban la data de cómo iba todo. Estábamos bien informados, o eso creíamos. Mi bisabuela seguía con su costumbre de oír radio Colonia. En su casa vi gran parte del programa de “Cacho” Fontana y Pinky “Las 24 hora por Malvinas”. Hubo discusiones familiares sobre qué aportar y cuánto. Mamá no quería desprenderse de las alianzas ni de nuestras medallitas de bautismo, ni anillos ni aritos de oro de nacimiento. Unos años después nos desvalijaron la casa y se los llevaron. Finalmente se hizo un aporte familiar a un fondo. No sé de cuánto fue y a nombre de quién. La más entusiasta era mi bisabuela.
A finales de mayo profundizamos las discusiones con los compañeros en los recreos y en la salida del colegio. Como teníamos doble escolaridad, luego de ver el noticiero de las 13, volvíamos a clase con la información actualizada. Sabíamos de armas, de estrategias, los nombres de los accidentes geográficos, los barcos, las unidades involucradas. Recuerdo un griterío enorme de satisfacción cuando uno de los chicos más grande, que debería ser de quinto o sexto, nos explicó que los ingleses se habían equivocado y se habían metido en el estrecho de San Carlos. Y nos ilustró como ahora los íbamos a hacer mierda.
Los días de junio son todo barullo. La visita del Papa se junta con ese domingo al mediodía en casa de mis abuelos en reunión familiar viendo el inicio del mundial. Yo estaba sentado en el suelo cuando Bélgica hizo el gol. Le pregunté a mi papá si cuando la guerra se terminara podíamos ir a ver el próximo mundial, porque Colombia quedaba más cerca que España. No me respondió. La guerra se terminaría al otro día y el mundial se jugó finalmente en México.
Lo siguiente que recuerdo es que mi mamá fue quien me dijo “perdimos la guerra”. Ella fue más directa que Galtieri por cadena nacional. Vimos los gases y corridas por tele. Un ex compañero de trabajo de papá lo habían detenido en los disturbios.
Después tuve fiebre, no fui al colegio por unos días. El Mundial seguía su curso. La guerra había pasado. No hablamos más ni en casa ni en el colegio. Volvió la mancha cadena, la mancha stop, las payanas y cambiar las figuritas del álbum del Pájaro Loco. Venía la fiesta del bautismo de nuestra hermana menor y había que organizarla. Seguimos yendo a básquet al Club Junín, a “Música” con el profesor Abel. Todo seguía normal. Uno días después se murió Vic Morrow, el protagonista de “Combate”, eso si fue motivo de charla.
Pasarían años hasta comprender cabalmente lo que habíamos vivido. Y de primera mano. Nuestro preceptor en el secundario era veterano de guerra. Fue mi primer acercamiento no mediático a Malvinas. Ese chico que veía la guerra lejana como una noticia más que se interpretaba y la jugaba en los recreos se convirtió en un adulto, y pudo advertir la dimensión de la tragedia. Oír a sus protagonistas, leer sus historias, acompañarlos en sus momentos, estar presentes en sus lugares de memoria. Para comprender y explicar. Para no olvidar. Para saber separar el chauvinismo y los desaciertos políticos de unos rufianes del reclamo legítimo y de la entrega de los héroes y su recuerdo eterno.
Malvinas es una causa nacional que debe estar en el corazón y la mente que cada argentino.