Desde que el expresidente Pedro Castillo fue derrocado el 7 de diciembre último, han estallado protestas en todo el país, con manifestantes bloqueando carreteras y estancando el aeropuerto en la segunda ciudad más grande de Perú, Arequipa. Las aerolíneas han cancelado vuelos allí y hacia Cusco, la capital turística de Perú. El miércoles 14, el gobierno declaró el estado de emergencia por 30 días, suspendiendo el derecho de reunión y la libre circulación.
Castillo se vio obligado a salir después de intentar suspender temporalmente el Congreso en un esfuerzo por evitar el juicio político por «incapacidad moral», un cargo derivado de múltiples acusaciones de corrupción. Anunció que gobernaría por decreto bajo poderes de emergencia y pidió nuevas elecciones legislativas.
En el año y medio que estuvo ocupando la presidencia, el presidente destituido no pudo avanzar en el programa de gobierno por el cual fue elegido en junio de 2021, ya que su gestión fue sistemáticamente saboteada por una derecha corrupta, racista y oligárquica a la que le molestó la llegada al gobierno de un maestro, sindicalista indígena, que levantaba las banderas de la justicia social, y la soberanía política y económica.
Su plataforma electoral, además, incluía la convocatoria a un Congreso Constituyente y la desactivación del Tribunal Constitucional; su destitución lo convirtió en el sexto presidente, desde 2018, exonerado por el Poder Legislativo, y procesado al igual que sus antecesores por acusaciones –verídicas o falsas– de corrupción.
La vicepresidenta de Castillo, Dina Boluarte, prestó juramento como su reemplazo, mientras que el líder destituido fue transferido a la prisión de Barbadillo en una base policial en las afueras de Lima, también el hogar de otro expresidente y jefe de estado Alberto Fujimori, de 84 años.
¿Fue un golpe de estado? El ex maestro de escuela atravesó a unos 80 ministros y es perseguido por las acusaciones de corrupción, con seis investigaciones en curso por parte del fiscal general del país. Los expertos constitucionales dicen que el anuncio de Castillo fue una toma de poder ilegal, pero los gobiernos de Argentina, Bolivia, Colombia y México se han negado a reconocer a Boluarte como la legítima jefa de estado de Perú.
El propio intento de Castillo de tomar el poder no hizo nada para disminuir la furia por su derrocamiento que envió ondas de choque a través de sus fortalezas en los Andes rurales y los barrios más pobres de la capital. Sus partidarios acusan al desesionado congreso de organizar un golpe de estado contra su líder, el hijo de campesinos analfabetos, y el primer miembro de los pobres rurales empobrecidos del país en convertirse en presidente.
Las protestas pueden eventualmente desaparecer a medida que los recursos se agotan, se acercan las vacaciones de Navidad y los obstáculos aumentan los precios ya inflados de los productos básicos como el arroz, el aceite de cocina y el trigo. Pero los problemas fundamentales que impulsan la agitación no desaparecerán: sigue habiendo una brecha abismal entre la poderosa capital, Lima, y gran parte del resto del país que se identificó con Castillo y se siente descuidado por sus instituciones y, sobre todo, su congreso enormemente impopular, que se ve en gran medida como un nido de lobbies corruptos.
Los analistas han hablado durante mucho tiempo sobre la paradoja peruana: la coexistencia de inestabilidad política y estabilidad económica, pero eso puede convertirse en cosa del pasado. El sistema político roto de Perú inevitablemente reducirá la inversión extranjera, de la que la economía depende en gran medida, y la situación podría empeorar aún más.
Si bien la destitución del Presidente Castillo se dió en el marco del sistema constitucional peruano (Constitución elaborada por Fujimori, que controlaba la mayoría parlamentaria), hay que tener en cuenta que desde el primer día de su gobierno el Congreso generó una situación de ingobernabilidad permanentemente, lo que demuestra que en nuestra región, cada vez que un gobierno popular llega por las urnas a la presidencia de la Nación, por distintos motivos, sus dirigentes terminan acosados, perseguidos o proscriptos por distintas modalidades.
Tal el caso de la vicepresidenta Cristina Fernández en nuestro país, o la persecución mediática, legislativa y judicial que depuso a Dilma Rousseff en Brasil y encarceló al recientemente electo Luiz Inácio Lula da Silva; la destitución de Fernando Lugo en Paraguay; el golpe de Estado Honduras en 2009 contra de José Manuel Zelaya, y lo ocurrido con Evo Morales en Bolivia en 2019.
El denominador común de todos ellos es que son dirigentes populares que han buscado revertir en alguna medida las atroces injusticias sociales que padecen nuestros países y que molestan a los intereses oligárquicos.