Será este domingo, desde Santiago del Estero. Participarán los cinco postulantes: Massa, Milei, Bullrich, Schiaretti y Bregman. Dos prestigiosos académicos analizan para qué sirven los debates previos a las elecciones.
Comencemos con un postulado de certeza: está bien que existan los debates presidenciales. Y más: está bien que sean obligatorios.
El origen de esta práctica se remonta a los emblemáticos debates Lincoln-Douglas de 1858 en los Estados Unidos, aunque estos fueron realizados para una elección parlamentaria. Sin embargo, el primer debate presidencial televisado que marcó un hito fue el de 1960 entre John F. Kennedy y Richard Nixon, demostrando así la influencia significativa de la televisión en la política.
Con el paso de los años, la tradición de los debates se propagó internacionalmente, con ejemplos notables como lo son el caso del Reino Unido a partir de 2010, o Francia, que los ha tenido desde 1974, y México desde 1994. Cada país ha adaptado el formato de los debates a su propio contexto político y mediático, reflejando las diferencias culturales y políticas inherentes.
Los debates suponen un avance para el desarrollo del sistema democrático, ya que apelan a tres de sus elementos constitutivos centrales: lo público, lo participativo, la transparencia.
El debate de candidatos presidenciales le ofrece a la ciudadanía la oportunidad de ver públicamente juntos a quienes desean adjudicarse la representatividad popular. Es la chance de hacer públicas sus diferencias en materia de ideología, de propuestas, de carácter, etcétera.
En el debate se ponen en evidencia las cosas que unen y separan a los candidatos. No hay chances de que eso no ocurra. Sobre todo, las diferencias. Pero también se percibe como nunca si aquel o aquella que pretende llegar a la presidencia tiene la templanza suficiente para abordar situaciones críticas, para mantener la calma, para conseguir serenidad.
Uno de los postulados centrales de la ciencia política indica que para poder gobernar es preciso primero gobernarse. El debate es, también, una muestra de eso.
Lo “participativo” adquiere relevancia más aún en esta edición 2023 ya que la Cámara Nacional Electoral -que es la que organiza el evento- dispuso que el público pueda elegir temas sobre los cuales los candidatos tienen que hablar. Si bien es una primera experiencia, es una manera de abrir el nicho de la política a la gente en general. La actitud es positiva.
Pero el debate per se ya implica “participación”. Será transmitido en directo por los principales canales de TV, habrá cobertura de medios como pocas veces ocurre, el país hablará de eso.
La “transparencia” es -quizás- el elemento más moderno de la historia del desarrollo democrático. Es una demanda contemporánea que le exige al sistema abrir de par en par sus puertas para que todo se vea. Entiende que vivimos en un mundo cada vez más complejo, que demanda de mayor creatividad en la búsqueda de soluciones a los problemas y que -en ese proceso- la ciudadanía no es un actor pasivo al cual hay que servirle el plato hecho sino al que es preciso invitar al proceso de preparación, puesto que es quien finalmente se sentará a la mesa.
Permítaseme sumar un cuarto elemento que, si bien no es constitutivo en términos de estructura del sistema democrático, resulta relevante en momentos de problemas complejos y soluciones creativas: la capacidad de hablar claro y en poco tiempo. El debate de candidatos no dura más de dos horas. Y los problemas que la Argentina atraviesa son muchos y muy profundos. Con lo cual es clave para quienes intenten persuadir al electorado poder sintetizar ideas claras, nítidas y legibles. Esa cualidad es elemental en los tiempos que corren. Evaluarlas es algo que el debate permite.
Por todo esto, podemos decir con toda convicción que el debate es justo y necesario.
Ahora bien, en términos de “la decisión”, ¿para qué sirve el debate?
Daniel Kahneman es un prestigioso psicólogo nacido en Tel Aviv que vivió gran parte de su vida en los Estados Unidos. En 1958 viajó allí para hacer su doctorado en psicología en la Universidad de California, en Berkeley. Tiene una interesante particularidad: siendo psicólogo es Nobel de Economía.
Su obra maestra, “Pensar rápido, pensar despacio”, nos ofrece algunas interesantes herramientas para pensar qué pasa con el cerebro humano a la hora de tomar decisiones, incluso aquellas relacionadas con cuestiones electorales. Y que nos ayudan a pensar cuál es el verdadero aporte de los debates de candidatos.
Palabras más, palabras menos, Kahneman sostiene que el cerebro trabaja con dos sistemas, a los que llama 1 y 2. El sistema 1 es aquel que opera desde la reacción inmediata, por instinto, rápidamente, sin reflexión ni detenimiento. El sistema 2 es aquel que actúa sereno, reflexivo, con templanza y detenimiento.
El tema es que el sistema 1, sostiene Kahneman, consume muchas menos calorías que el sistema 2. Es, básicamente, como la diferencia entre sentarse plácidamente en un sillón y salir a trotar 10 kilómetros. Y, como diría Kahneman, el cerebro es un órgano perezoso.
La pregunta es: ¿qué hace mejor a nuestra salud, salir a trotar o quedarnos en el sillón? La respuesta es obvia. Tan obvia como el hecho de que no es más habitual ceder a la pereza y quedarnos en el sillón.
Volviendo al cerebro, seguramente nos es más económico en términos calóricos vivir con el sistema 1, dentro del cual existe lo que los neurocientíficos llaman “la conformación de sesgos”. Y claro, abrirse al otro que piensa distinto es un esfuerzo que demanda de todo aquello que provee el sistema 2: serenidad, capacidad de reflexión, apertura, templanza, detenimiento.
Retomemos -entonces- la cuestión del debate. En el marco de lo descripto, ¿sirve el debate para reflexionar sobre las decisiones electorales o el público lo mira con la decisión tomada?
El debate, grosso modo, no modifica una decisión. En todo caso, ratifica lo que se cree o bien, siembra una duda. Pero no existen -salvo mínimas excepciones- casos de cambios rotundos de posición electoral.
“Lo que se produce en un debate electoral es que el público que lo observa en vivo es el público que ya tiene decidido a quién va a votar. Es decir, estudios en muchos países y también en la Argentina determinan que el espectador promedio de los debates electorales presidenciales no son los indecisos. Son los que ya tienen definido el voto. Es más, te diría que tienen hasta una cierta inclinación por ser partícipes de la campaña electoral”, dice Gustavo Córdoba, importante consultor de opinión pública del país.
En el mismo sentido, Pablo Knopoff, distinguido analista, agrega: “Es difícil pensar que los debates sean vistos en detalle por aquellos muy lejanos a la cosa pública o por personas que en general no conversan sobre el tema con cotidianidad. En general, los que más miran, tanto debates como intervenciones políticas en general, son los que -por diversos motivos- tienen alto o pleno interés en la cuestión política, con lo cual la mayoría lo hace con posiciones tomadas. Vale decir, al mismo tiempo, que en una época en la que impera el fenómeno del negative partisanship podría eventualmente darse la posibilidad de votantes que miran un debate y pivotean sobre fuerzas que finalmente puedan derrotar a quien quieren ver perder, que podría ser su principal motor de voto.”
Está claro entonces que, si el candidato no comete errores, no pasa nada. La clave, entonces, pasa por no cometerlos. Ese pareciera ser el único aspecto disruptivo en un evento esencial.
“Muchas veces los candidatos tienen pánico a equivocarse porque el debate del debate después muestra hasta el infinito -en formato de memes y en formato de videos en las redes sociales- todos sus errores. Uno de los aspectos fundamentales es poder observar en los candidatos si tienen la capacidad comunicacional de poderle hablar de manera clara y pedagógica a todas las audiencias. Esto me parece que es uno de los aspectos muy positivos del debate electoral porque obliga a los candidatos a pensar el formato comunicacional con el cual se van a presentar y esto definitivamente es un paso adelante porque los obliga a pensar en las audiencias”, agrega Gustavo Córdoba.
Como sea, es un avance para el sistema democrático. Muchos países han hecho gala de sus debates electorales, especialmente Estados Unidos que, más aún, ha sido un espejo de estructura política para Argentina en términos de cómo fue organizado el Estado-Nación bajo el formato de república presidencialista.
Existen críticas significativas hacia los debates presidenciales. Se argumenta que pueden fomentar la superficialidad, ya que los candidatos pueden estar más interesados en crear momentos memorables o “sonoros” que en discutir políticas en profundidad.
Hay una cuota de espectacularización político-electoral, es cierto. Pero es una cuota sana y necesaria. La política -aquí como en gran parte del mundo- ha perdido capacidad de representar al soberano. Un soberano que demanda más nitidez y creatividad a la hora de pensar cómo resolver los problemas cotidianos que son cada vez más en número y en variedad. Poder explicar simple y fácil cuáles son las ideas para solucionarlos es hoy una cualidad de liderazgo esencial a evaluar en la arena del debate.