El día en que Santiago Linari pisó un neuropsiquiátrico por primera vez había confundido a sus vecinos con actores. Tenía 30 años y acababa de separarse. El sentimiento de soledad y la frustración por una pareja que había fracasado afectaron fuertemente su percepción de la vida.
«Me encontré tan solo que pensé ‘esto es volver a empezar’, y no quería volver a empezar en semejante aislamiento y soledad», cuenta Santiago a LA NACION. Pese a todos los pronósticos, con esfuerzo pudo salir adelante.
Santiago mira un punto fijo como si ahí, en esa pared blanca de una oficina de la redacción, le estuvieran proyectando la película de aquel episodio. Le tiemblan las manos y las esconde debajo de la mesa. «Es por el litio», explica más tarde. Quiere tomar un café, pero no lo termina; lo deja enfriar, enfrascado en el relato de lo que le tocó vivir.
«El portero llamó a mis hermanos y ellos llamaron a un terapeuta. Empecé a agarrar los libros de mi biblioteca y buscaba cosas, cartas, pedazos de frases, renglones sueltos. Tenía un equipo de fotografía y empecé a romperlo, me fui yendo cada vez más hasta que terminé con la policía que llegó a mi casa, pidieron una ambulancia y me internaron en Belgrano», reconstruye.
Santiago estuvo internado un mes y le parecieron «horrorosos» el encierro y la oscuridad. Dice que sintió al lugar como «un aguantadero» y vivió «la salud como un negocio». Así lo describe. «Eso fue lo más feo y tal vez ese fue el sentido de por qué me quedé después tres años en una cama. Había perdido la batalla completamente».
Pero no perdió ninguna lucha, al contrario: finalmente la ganó. El tiempo dedicado a actividades artísticas en los hospitales por los que pasó le despertaron el amor por la literatura y se convirtió en escritor. Hoy dedica sus días a la poesía y se prepara para la publicación de su tercer libro.
El diagnóstico
A Santiago le dijeron que tenía Trastorno Bipolar, aunque en aquella época no existía ese diagnóstico y se conocía la patología como enfermedad maníaco – depresiva.
El trastorno afecta a alrededor de 60 millones de personas en todo el mundo, según la Organización Mundial de la Salud y «se suele caracterizar por la alternancia de episodios maníacos y depresivos separados por períodos de estado de ánimo normal».
Según el psiquiatra Pablo Fleitas Rumak «lo que el paciente vive son momentos diferentes en donde, por un lado, se siente con mucha energía, alegría y ganas de hacer todo y otros momentos en los que se siente totalmente deprimido, triste, que no le alcanza nada y está bajo de energía».
También existe un tercer estado: el mixto. «El paciente puede estar alegre pero con baja energía y con pensamientos lentos, es decir discordante y con sintomatología de ambos polos a la vez», explica el psiquiatra.
Habitualmente, el trastorno se manifiesta entre los 20 y 30 años y, aunque existen síntomas previos, se ha visto, según estudios, que existe un retraso del diagnóstico de hasta diez años.
Una de las causas es la dificultad para diagnosticar la enfermedad. Según Fleitas Rumak esto se debe a que «cuando el paciente está en un estado de hipomanía, se siente bien, cómodo, feliz, empieza a hacer actividades y sólo se lo diagnostica cuando está en el estado depresivo, que es, por lo general, cuando un paciente va a una primera consulta con un psiquiatra».
En este sentido, el psicólogo Víctor Fabris explicó: «Las ciencias psicológica y psiquiátrica no son exactas. No tenemos un nivel de acierto certero, sino que dependemos de muchas variables, no sólo biológicas, también contextuales y sociales, para poder emitir un diagnóstico concreto. Es un multicomponente, uno se guía por conductas y comportamientos, por cogniciones y emociones que relata el paciente».
Además, «muchos de los síntomas manifestados pueden corresponder a diferentes tipos de trastornos, por ejemplo las alucinaciones o delirios o alteraciones en la percepción de las personas se pueden deber a un episodio maníaco, al consumo de sustancias, a un episodio psicótico breve o a una esquizofrenia que se está desarrollando. Si una persona lloró en los últimos seis meses puede ser por depresión o por un estrés postraumático», dice Fabris.
Para Santiago «cada persona con trastorno bipolar vive la manía de diferente forma». En ese sentido, describe: «A mí siempre se me presentó como momentos de mucha vitalidad, como una celebración de la vida». Hasta el día de hoy puede oscilar entre la manía y la depresión, pero está estabilizado y aprendió a reconocer los momentos en los que uno u otro espectro aparecen. «Cuando a mí me gatilla la manía, confundo los mensajes de la televisión, de la radio, de la publicidad, pienso que son mensajes que me mandan a mí. Y cuando entro en pozo depresivo, me voy hundiendo de a poco, me resigno».
Los síntomas
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), una persona que está en un episodio maníaco presenta «estado de ánimo elevado, expansivo o irritable, aumento de actividad, inquietud y excitación». También describe que los pacientes durante este estado pueden hablar en exceso, perder la inhibición social normal, tener menor necesidad de sueño, el autoestima elevada, estar muy distraídos, aumentar la energía sexual o ser imprudentes a la hora de mantener relaciones.
Por el contrario, durante la etapa de depresión aparecen tristeza y desgano y permanecen al menos por dos semanas. También hay una «pérdida de interés por actividades que normalmente son placenteras y poca energía o excesivo cansancio», detalla la OMS.
Otros síntomas de la depresión son la reducción de la concentración y atención, disminución de la autoestima y poca confianza en sí mismo, ideas de culpa, pesimismo, ideas o actos de autolesión o suicidio, alteraciones de sueño y disminución del apetito.
La familia que no fue: el disparador
La madre de Santiago murió en un parto cuando él tenía dos años y el padre cuando él tenía 11. Ella también era bipolar y había sido tratada con electroshock.
«Sentía frustración por esto. Hubo muchos duelos que hicieron que me quedara tirado en la cama todo el día. El sentir que había estado en una familia equivocada, que los que me habían sostenido no me daban lo que yo necesitaba», dice Santiago.
Cuando tenía 22 años intentó armar su familia. Se casó en Europa y vivió cinco años en Francia y España. Después volvió a Argentina con quien en aquel entonces era su mujer, pero, según contó Santiago, ella comenzó la facultad y conoció a otro hombre. Por esa razón decidieron hacer terapia de pareja, pero la separación fue inevitable.
«Todo este periplo empezó a causa de volver a encontrarme solo, aislado. Aunque ahora tengo buen diálogo con mi ex mujer, la separación fue complicada. Me costó mucho volver a creer en la vida después de haber tenido la decepción de un fracaso matrimonial. Ahí me enfermé y empezaron las primeras internaciones, que se repitieron hasta hace quince años», cuenta.
Un incendio y siete internaciones en catorce años
Fueron varias y distintas las causas que llevaron a Santiago a estar siete veces hospitalizado en neuropsiquiátricos. Una de ellas fue en los ’90, después de que ocasionara un incendio en su casa, que terminó con los bomberos y sus vecinos con baldes de agua.
«Me sentía muy bien, elevado, hasta que empecé a conectar con el tema de mis cosas, mi cama, algunos libros, todo lo que tenía que ver con mi ex mujer y prendí fuego todo eso en el patio de mi casa», recuerda.
La tercera vez que llegó a una internación, y en la que conoció el Hospital Borda, fue por un pico de hipomanía. «Siempre sentí como un gran fulgor por la ciudad. Cuando se produce la manía, lo que más me despierta es la belleza de la ciudad y cuando surge la depresión, la oscuridad. Veo a Buenos Aires muy bella o muy oscura. Con los ojos de la melancolía o de la euforia, y en aquel entonces la veía muy linda, sentía un amor universal por todos y me perdía en las calles. Aparecí descalzo en una esquina, me vio la policía y me llevó al Borda».
Santiago recuerda ese lugar con aprecio. Ahí comenzó su carrera como escritor y se inspiró para lo que fue su primer libro. Sin embargo hay algo desagradable que conoció en sus internaciones: el estigma.
«Es la descalificación que uno se hace desde la mirada de los otros, es la autoestima dañada por no poder comprender de que manera los demás quieren ayudarnos, es estar encerrado y desprotegido, generalmente atrapado en una paradoja, atrapado en un silencio que nos bloquea, como si fuéramos condenados por nuestros actos», dice Santiago sobre ese punto.
Fabris explica que la estigmatización surge del desconocimiento y del miedo que le generan a las personas ciertos diagnósticos y nombres de trastornos.
Vivir con el Trastorno Bipolar
A pesar de todas las dificultades, Santiago hoy lleva una vida tranquila. Va a consulta con un psiquiatra una vez por mes y, aunque toma seis pastillas por día, no reniega de eso.
Aprendió a vivir y a estar solo. Comparte tiempo con sus amigos y disfruta de hacer las compras y cocinar. Lee los diarios, escribe y tiene algunos blogs, también le gusta salir a caminar. Medita, va a terapia de grupo al Hospital Italiano y hace danzaterapia.
«La bipolaridad no es la muerte, enseña muchas cosas de la vida. Hay muy buenos medicamentos para estar estabilizado, disfrutar y pasarla bien. Se puede, hay que trabajarse a uno mismo. Uno se convierte en su propio padre», asegura.
El psiquiatra Fleitas Rumak coincide: «El trastorno bipolar es una enfermedad que, aunque cuesta diagnosticarla, bien medicada es totalmente controlable. Si bien es un trastorno de la esfera mental, no priva al paciente de poder desarrollarse. Siempre se necesita un profesional adecuado y estar atentos a las oscilaciones».