Por Fernando Rodríguez
El llamado caso Maldonado marcó a fuego la campaña electoral, fue usado como insumo para atacar y desacreditar al rival, dominó la agenda política y reavivó la «grieta». Pero, al mismo tiempo, la saga eleccionaria contaminó la investigación penal del hecho, le inoculó el veneno de la mentira y de la conveniencia, sembró despistes y confusión y, con todo eso, puso bajo seria amenaza la obtención y conservación de pruebas útiles y la búsqueda final de la verdad procesal.
Quizás el final de la puja electoral aleje, al menos momentáneamente, la sombra de la política de aquellos aspectos del caso que aún necesitan ser iluminados: cómo y cuándo murió Santiago Maldonado, en qué contexto se desarrolló su drama y quiénes tienen o podrían tener qué tipo de responsabilidad en ese trágico desenlace.
Mientras, el curso de las noticias de los últimos tres meses relacionadas con todo lo que ocurrió a partir de los hechos del 1° de agosto pasado en Cushamen, Chubut, exigen echar una mirada reflexiva sobre las actuaciones y los protocolos de acción de las fuerzas de seguridad.
Ni falta hace decirlo: el caso Maldonado hirió de gravedad a la Gendarmería, horadó el nivel de «fuerza confiable» que acumuló en las últimas dos décadas, en las que se convirtió casi en el «bombero» de las mayores emergencias en materia de seguridad pública, en el refuerzo ideal para la prevención urbana, allí donde otros cuerpos uniformados no daban la talla o generaban indeseables sospechas.
Ocurrió no sólo por la eventual acción desenfrenada de un escuadrón de gendarmes corriendo a tontas y locas detrás de un grupo de mapuches al que sólo debían desalojar de la ruta 40, en la fría estepa patagónica. El descrédito de la Gendarmería -que podría inundar al resto de las fuerzas- es, también, fruto de la inoportuna ausencia de revisiones y acciones correctivas por parte de los responsables de la política pública de seguridad.
No hace falta detenerse en dilucidar si «a Santiago lo mató la Gendarmería» ni alimentar las sanguíneas e interminables discusiones colaterales sobre la eventual «desaparición forzada», el supuesto «terrorismo del RAM», el «inexpugnable territorio sagrado mapuche», los pretendidos planes maquiavélicos y la víctima -su historia, sus motivos, el dolor y la bronca de su familia- «arrojada» hacia uno u otro lado de las trincheras ideológicas.
Enfocado desde la óptica de la seguridad pública y de las formas aceptables de intervención de los agentes de aplicación de la ley, el caso Maldonado dejó al desnudo errores y la necesidad de correcciones a futuro. Las fuerzas están integradas por hombres y mujeres; son falibles e incluso pueden llegar a excederse; para prevenirlo o contrarrestarlo existen las capacitaciones, los protocolos y las revisiones.
Entre los hechos menos controvertibles de la trama aún inextricable del caso, se sabe que un grupo de mapuches de una vertiente singularmente combativa realizaba un corte de la icónica ruta 40 en Cushamen, cerca de donde el RAM tiene un puesto de guardia dentro de la estancia Leleque, cuya propiedad registral es de Benetton, pero que aquel colectivo mapuche reclama como territorio ancestral.
Los gendarmes tienen probada experiencia en desalojos de ruta. Tienen, también, un protocolo de acción para esos casos. Protocolo que en Chubut se deshilachó. Las imágenes y relatos que fueron apareciendo semanas después del hecho revelan una intervención casi desbocada, una persecución a la carrera que se extendió más allá de la ruta y su banquina -cuya liberación era el objetivo único de la intervención uniformada autorizada judicialmente- e, incluso, actos inadmisibles, como el de ese suboficial que, como si se tratara de una batalla campal entre barrabravas, devolvía como cascotazos las piedras que le arrojaban los mapuches en fuga.
La intervención previsible debió haber sido que, superiores en número y en pertrechos, los gendarmes avanzaran en formación y con firmeza hasta desalojar; eventualmente, realizar detenciones y, como última ratio, efectuar disparos de posta de goma controlados, para dispersar, pero nunca para causar lesiones. El mayor poder siempre -tarde o temprano- está del lado de las fuerzas oficiales. Y nada, en la teoría, las habilita a dar una respuesta descomedida: hacerlo es lo que se conoce como represión ilegal o «gatillo fácil».
Aquel 1° de agosto, en cambio, más que un escuadrón controlado, los gendarmes de Esquel y del Bolsón parecieron salidos de Locademia de Policía. En estos tres meses la conducción política de la fuerza no dio señales públicas de que haya encarado una revisión exhaustiva y seria de aquel operativo.
Por el contrario, desde un principio el Ministerio de Seguridad eligió el camino de la defensa de la actuación uniformada en un episodio que estuvo lejos de ser inesperado, puesto que fue realizado al cabo de una reunión de coordinación previa que tuvo como participantes tanto a funcionarios de alto rango de la cartera nacional como de la Gendarmería y de la policía y el gobierno de Chubut.
La conducción del Ministerio pudo haber tomado otras decisiones: relevar a los efectivos que intervinieron en el desalojo del 1° de agosto (con el simple trámite de trasladarlos a otro destino lejos de la zona de conflicto) hasta tanto se esclareciera judicialmente su actuación. Haber puesto de inmediato a disposición de la Justicia todo el armamento y demás elementos usados en el operativo (equipos de comunicación y vehículos de transporte, en el caso).
En cambio, el Ministerio llevó adelante una investigación administrativa que se anticipó a la judicial (algo que, en definitiva, es más atribuible al juez que intervenía que a los funcionarios del Poder Ejecutivo). De esa serie de indagaciones surgieron los primeros relatos que desgajaron la versión oficial inicial, que limitaba las acciones uniformadas al simple desalojo de la ruta, sin llegar al río Chubut. Así aparecieron los piedrazos, los «corchazos» y la carrera de varios gendarmes hasta la vera misma del curso de agua helada donde, más de dos meses después, apareció el cadáver de Maldonado.