Una marejada equivalente a casi 2500 piscinas olímpicas de aguas negras ingresan cada año al Titicaca sólo desde la bahía de Puno, una de las 23 ciudades cuyos desagües fluyen al lago que Perú comparte con Bolivia.
Para los más de 750.000 turistas que lo visitan anualmente es un lugar místico; el lago navegable más cercano del cielo, a casi 4000 metros de altitud. Para quienes viven en las orillas, la magia del glorioso pasado incaico no existe.
Hace cuatro meses, una campesina llamada Maruja Inquilla quiso viajar hasta la casa presidencial de Lima cargada con miles de ranas gigantes del Titicaca que aparecieron muertas para alertar a las autoridades sobre la contaminación. Sin embargo, no logró hacer el viaje por falta de dinero.
«Si las ranas hablaran, dirían: ‘por esto me estoy muriendo»’, dice Inquilla indignada al pensar en los Telmatobius culeus, una especie de la que sólo viven 10.000 animales y aparece en «peligro crítico» en la lista roja de la Unión Internacional de Conservación de la Naturaleza (UICN). Las autoridades han prometido solucionar el problema desde hace dos décadas, pero hasta el momento eso no ha sucedido.
Juliaca, una ciudad cercana donde aterrizan los turistas internacionales en Perú, produce 200 toneladas diarias de basura y sus habitantes arrojan gran parte a un río que se ha convertido en una compacta faja transportadora de desperdicios que llega al Titicaca. Lo mismo ocurre con otras dos decenas de ciudades asentadas alrededor del lago que tampoco cuentan con plantas de procesamiento de aguas servidas ni sistemas de recolección de residuos sólidos.
El lago Titicaca es una de las reservas de agua dulce de Sudamérica, pero los hospitales cercanos lo usan para deshacerse de agujas hipodérmicas y gasas, mientras que los restaurantes vierten aceite quemado en bolsas. Por ello, los aldeanos de la zona lamentan no sólo la suciedad y la pestilencia que genera, sino el hecho de que la contaminación destruye la flora y fauna.
La otra fuente de contaminación viene de las minas de oro más altas del mundo, ubicadas a 100 kilómetros cuesta arriba, donde miles de mineros informales usan hasta 15 toneladas de mercurio por año para purificar el metal dorado y cuyos residuos tóxicos llegan al lago por un río.
Dos investigaciones científicas realizadas en 2005 y 2014 han mostrado que algunos peces del Titicaca tienen mercurio y otros metales dañinos para la salud. En la más reciente, Mario Monroy, doctor en ecotoxicología por la Universidad de Barcelona, halló mercurio, cadmio, zinc y cobre por encima de los niveles admitidos para consumo humano en cuatro tipos de peces que son parte de la dieta de la población. Además, Monroy detectó deformaciones a nivel celular en la sangre de estos animales, que es ocasionada por la contaminación de metales pesados.
El estado de la sangre de los peces es como un termómetro para medir la contaminación del Titicaca, dijo Monroy a la AP.
Su estudio también encontró que el agua del lago posee plomo por encima de los niveles permitidos para el consumo y afirma que el efecto de los metales pesados en quienes lo consumen puede ocasionar anemias, dolores de cabeza, problemas intestinales, osteoporosis y problemas de desarrollo mental, entre otros. Y aunque la investigación fue auspiciada y difundida por la gestión anterior de Perú, los pobladores aseguran que no han sido informados de que podrían comer mercurio y beber plomo.
El gobierno del presidente Pedro Kuczynski tuvo reacciones mixtas ante el pedido de comentarios de la AP. El ministerio de la Producción que financió la investigación dijo que «es necesario realizar monitoreos basados en protocolos establecidos para poder llegar a conclusiones valederas», pero la ministra del Ambiente, Elsa Galarza, dijo que comunicarán a la población que vive cerca del lago sobre el cuidado de comer pescado contaminado, aunque no indicó una fecha específica para ello.
Maruja Inquilla, quien intentó alertar a la presidencia de la contaminación del Titicaca, recorre las aldeas para alertar a los campesinos de los peligros de la acumulación de basura y afirma que los habitantes de las orillas sufren problemas estomacales, pero que ningún estudio médico gubernamental se ha realizado en la zona.
En la aldea costera de Coata se vive un drama similar al que experimentan 1,3 millones de campesinos que habitan alrededor del lago de los Incas.
María Avila tiene 23 años, es madre de una niña de cuatro y se enfurece cuando habla de «la contaminación». Frente a su cabaña de adobe hay un lago casi del tamaño de Puerto Rico y al costado hay un río, pero no puede usar el agua de uno ni de otro para beber, asearse, lavar su ropa o cocinar. Si la toma, enfermaría de diarreas agudas; si se baña, le saldrían granos rojos en la piel; si lava una blusa blanca, ésta adquiriría un color verdoso y si tratara de calentar el agua para prepararse un mate, la bebida tendría un sabor salado y amargo.
A María no le queda más que esperar la lluvia, pero si no hay precipitaciones debe remar en su bote unos diez kilómetros hacia el interior del lago para juntar agua en bidones. Ésta, a diferencia de la que llega hasta la orilla, sí puede usarse para cocinar, bañarse y beber después de hervirla. María extraña los viejos tiempos: recuerda que hace una década sólo navegaba cinco kilómetros para recoger agua y hace 20 podía tomarla de las orillas.
En ocasiones, pese a vivir frente a un lago y un río, se forman colas de hasta 300 personas para recibir agua en bidones que las autoridades llevan en camiones cisternas.
Edwin Corrales, médico que trabajó 15 años en la zona, refiere que todos los niños de la aldea tienen cuadros de diarreas agudas y dermatitis con frecuencia. Asimismo, dice que la gente «ya se acostumbró» a padecer estas dolencias.
María no está de acuerdo con eso. Según la joven campesina, los vecinos del Titicaca se resisten a vivir «como cerdos o perros mendigos, porque no somos eso», asevera mientras endurece los músculos de su rostro tostado por el sol del altiplano. Como ella, otros pobladores de la zona sienten que los alcaldes, los ministros y quienes han dirigido el país no han cuidado el lago.
En 2011, el entonces candidato presidencial Ollanta Humala prometió acabar con la contaminación y construir plantas para procesar las aguas cloacales. Se llevó el 79% de los votos de la región lacustre, la cifra más alta del país, y no cumplió.
Por su parte, el presidente Kuczynski, que vivió tres meses junto a su padre médico en una aldea minera a 40 kilómetros del lago cuando tenía 11 años, ha prometido lo mismo que su antecesor: construir diez plantas de tratamiento de aguas residuales «para que el lago más bello del mundo sea el más limpio del mundo». El mandatario, quien afirma que en más de 80 ciudades de Perú los desagües contaminan los ríos, ha puesto en su lista de prioridades el acceso al agua potable y el alcantarillado desde que ingresó al poder en agosto.
Desde Bolivia, el presidente Evo Morales ha prometido usar 85 millones de dólares para descontaminar la parte boliviana del lago, pero los campesinos están hartos de escuchar promesas y creen que el tiempo se acaba.
Al interior de un bote que recorre el lago, Maruja Inquilla divisa el cadáver de una gallareta andina que flota entre el agua verdosa y llena de basura. La toma de una pata y dice: «Ni el lago ni los ríos eran así antes; era agua cristalina, podías apreciar los peces, era vivir como en un paraíso».