El alzamiento carapintada de Semana Santa de 1987 fue derrotado por una eficaz combinación de movilización popular espontánea y convocatoria política amplia, según coinciden hoy diversos protagonistas de aquellas jornadas en que la democracia estaba en peligro.
“Fue un punto de inflexión histórico porque por primera vez se convocó al pueblo de manera amplia bajo una consigna que era un parteaguas: democracia o dictadura”, evoca Leopoldo Moreau, que en aquellos días integró el “comité de crisis” que funcionó en la Casa de Gobierno, junto a la oficina del presidente Raúl Alfonsín.
“El golpe abortó por la movilización popular y el acuerdo político. La convocatoria a defender la democracia expresaba el sentir de la población”, opina Jesús Rodríguez, entonces un joven diputado enrolado en Junta Coordinadora Nacional, el grupo de nuevos dirigentes radicales que soportaban el mote antojadizo de “los montoneros de Alfonsín”.
“Hubo convocatoria política pero también mucha espontaneidad e indignación. Eso volcó la balanza al demostrarle a los alzados que no había plafón para una nueva aventura”, afirma Mario Cafiero, hijo y secretario del dirigente histórico del peronismo Antonio Cafiero, quien de inmediato se colocó en respaldo del orden institucional.
Durante más de cien horas, los embetunados bajo el mando del teniente coronel Aldo Rico tuvieron en vilo al país reclamando una “solución política” para cientos de citaciones judiciales contra oficiales por las graves violaciones a los derechos humanos durante la dictadura cívico-militar concluida cuatro años antes.
También pedían el alejamiento del generalato, buscando despegarse de responsabilidad en la represión salvaje, e invocaban su condición de combatientes, héroes y víctimas, en la Guerra de Malvinas.
“Armamos un comité de crisis en la madrugada del jueves 16, que funcionó durante los cuatro días en la oficina el secretario de la Presidencia, Carlos Becerra. Allí se decidió una respuesta rápida para volcar la correlación de fuerzas, la consigna para desenmascarar a los alzados y convocar a la ciudadanía y a las fuerzas políticas sin exclusiones”, recuerda Moreau.
En ese grupo revistaban políticos de la mayor confianza de Alfonsín: el dirigente metropolitano Enrique “Coti” Nosiglia, futuro ministro de Interior; Fredi Storani y Marcelo Stubrin, además de Becerra y el “Marciano” Moreau, todos “coordinadores”, a los que se sumó el diputado jefe de la bancada radical, César Jaroslavsky.
Horas antes el ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, había dispuesto la baja del mayor Ernesto Barreiro, reconocido como jefe de los torturadores del centro de detención ilegal cordobés de La Perla, quien tras su negativa a presentarse ante la justicia buscó refugió en el regimiento aerotransportado de Córdoba mientras Rico rompía la cadena de mandos en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo.
El jefe de la bancada peronista de diputados, José Luis Manzano y las principales figuras de la renovación partidaria –Carlos Grosso, Oraldo Britos, De la Sota, Cafiero- fueron de los primeros en llegar a la sede gubernamental en esa mañana del 16 de abril, donde reinaba la incertidumbre sobre el futuro del orden constitucional.
En pocas horas atrajeron al jefe de la CGT, Saul Ubaldini, y a Lorenzo Miguel, quienes también estuvieron esa tarde en una Asamblea Legislativa ampliada donde además de diputados y senadores concurrieron dirigentes de las centrales empresarias, ante los cuales el presidente aseguró que “la democracia no se negocia y llamó a “doblegar el brazo de los golpistas”.
En su primer contacto con el pueblo desde un ventanal de Congreso, Alfonsin renovó el mensaje y pudo palpar la magnitud del respaldo, ya que la muchedumbre agolpada en la Plaza del Congreso y se prolongaba a la Avenida de Mayo superaba, según algunos cálculos, las 300 mil personas.
En todas las plazas y legislaturas provinciales y locales del país se replicaba la escena con la ventaja para los porteños que la espera fue amenizada con un recital por cuyo escenario desfilaron Joan Manuel Serrat, Alberto Cortés, Piero, Nito Mestre, Mercedes Sosa, Tarragó Ross, Jairo y Osvaldo Pugliese.
Esa noche, en una reunión ampliada con dirigentes radicales en Casa de Gobierno se dieron las novedades, como la orden de represión encargada al general Ernesto Alais, y una lista de cincuenta dirigentes que los rebeldes planeaban asesinar, los que se retiraron del lugar provistos de elementos para su defensa personal.
Aunque luego se dijo que la demora de las tropas encargadas de sofocar el alzamiento se debía a darles un plazo y evitar derramamientos de sangre, con el correr de las horas quedó claro que había una generalizada negativa militar a enfrentar a sus camaradas.
Ese “empate” se tornó peligroso a medida que pasaban las horas ya que a partir de aquel Viernes Santo comenzaron a concentrarse en las puertas de la guarnición de Campo de Mayo miles de militantes y vecinos que interpelaban a viva voz a los carapintadas por su actitud, aumentando el riesgo de una masacre.
Fueron cuatro días de radios y televisores encendidos y marchas en las calles, donde los diversos grupos juveniles exhibían sus banderas pero solo competían en la vehemencia antimilitarista de los cánticos. También el Episcopado católico y líderes religiosos convocaban a respetar el orden constitucional, “que los carapintadas desafiaban enmascarando el golpe con Malvinas y acusando a los generales”, evoca Cafiero hijo.
Hubo que esperar hasta el mediodía del domingo de resurrección para que, luego de la firma de un Acta de Compromiso Democrático en la Casa de Gobierno, Alfonsín anunciara a la multitud congregada en la plaza su traslado a Campo de Mayo para reunirse con los rebeldes, que exigían su presencia para rendirse.
“Me subí al coche de Jaroslavsky, que hizo bajar a su chofer para manejar él. Habia sido corredor de autos y llegamos casi al mismo tiempo que el helicóptero que llevaba al presidente”, recordó Jesús Rodríguez, quien dos años más tarde debió hacerse cargo del Ministerio de Economía en medio de una hiperinflación que anticipó la salida de Alfonsín del gobierno.
“Yo fui en auto con el presidente de la UIA, Favelevic, y cuando llegamos había unas 20 mil personas que rodeaban la Escuela de Infantería. Adentro ya estaban Cafiero y Oscar Alende, del PI. El presidente había pedido que lo esperaran pero los mismos vecinos de los barrios próximos al cuartel se largaron y entraron por los bañados y luego por las puertas. Tuvimos que pedir con un megáfono a la gente que se retirara porque el peligro de que los carapintadas dispararan y hubiera una matanza era enorme”, evocó Moreau.
A las 18.07, Raúl Alfonsín anunció desde el balcón de la Casa de Gobierno: “La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina”, la frase que con su “Felices Pascuas” cerró un momento dramático de la transición democrática.