Por Eddie Fitte
Llegué a México con un motivo: conocer a “Las Patronas”. Ese grupo de mujeres que se ocupa de ayudar a las más de 400 mil personas que cada año viajan en «La Bestia» en el afán de entrar a Estados Unidos.
«La Bestia» es conocido también como “El tren la muerte”, “El Gusano de Hierro” o “El tren de los olvidados”. Es un enorme tren de carga que transita a lo largo y ancho de México hasta la frontera. Transporta materia prima, tecnología o químicos tóxicos. Los que se suben deciden arriesgar su vida. Saben que si no los mata la mafia, los mata la intoxicación.
En este contexto, aparecen “Las Patronas”. Las Mujeres de La Patrona de Veracruz. Su fundadora es Norma, una suerte de santa de los migrantes, mexicanos o extranjeros. Su mensaje es simple: si todos nos estamos moviendo por el mundo, por trabajo o placer, ¿por qué se margina a algunos?
En el hogar «Las Patronas», los migrantes van y vienen todo el tiempo. En las épocas doradas de La Bestia, cuando las maras no extorsionaban a los pasajeros que se subían en Arriaga, bien al sur de México donde comienza el trayecto, la cantidad de gente era el doble y a veces el triple. Hoy, la situación es otra: hay un agente de migraciones acompañado de un militar en el vagón que le sigue a la máquina. Eso ahuyenta a los que todavía se quieren subir … que son muchísimos.
“Las Patronas” reciben a los migrantes. Los alimentan y los capacitan para que su travesía sea lo menos tortuosa posible.
Rosa Romero es una de las cuatro hermanas fundadoras. Rosa habla sin pelos en la lengua: describe cómo se encuentran cuerpos destripados en las vías todos los días. Relata cómo se comportan “los malhechores” sobre La Bestia. No les pone nombres ni signos de pertenencia a las distintas mafias que operan tanto sobre el tren como en tierra firme. Desde 1995, ayuda a migrantes y jamás recibieron una amenaza. Sin embargo, tiene en claro que si le pone nombre a cada mafia, van a venir a por ellas sin piedad.
El panorama no es alentador para Cristian, a quien conocimos ayer. Él yace con los ojos aguados y la mirada perdida en un rincón de la parada de Las Patronas. Mira a Rosa. Ella no para de hablar, los detalles que da del viaje son cada vez más escabrosos. Veo que Cristian tiene naúseas, ganas de llorar y de volver a casa. Sus compañeros de viaje son otros dos hondureños que también le escapan a la crisis que atraviesa su país. Uno de ellos, Roy, ya entró cuatro veces a Estados Unidos. Roy sabe lo que hace y se lo ve seguro, pero ni a Cristian ni a Mariam, la mujer del grupo, se los ve convencidos. Sus glándulas lacrimales están hinchadas. Sus ojos están atravesados por finas vías ferroviarias sanguinéas tapadas por agua que brota de su profunda angustia e incertidumbre.
Después de esa conversación grupal, me quedo con Cristian. Le convido un cigarrillo y nos ponemos a fumar. El pibe está mudo con la mirada tan dilatada como perdida.
-¿Estás bien? -le pregunto.
Le da una pitada infinita al cigarro y con la garganta ahogada de humo me responde que no, que no está seguro. Admite que le falta preparación que Roy sabe lo que hace y él sólo siente ganas de llorar y estar con su mujer, su madre, y su hija de 6 meses.
-¿Qué hago? -me pregunta. Como si yo, un frágil bicho del cuadrilátero del Soho palermitano, pudiera responder con facilidad.
-Mira, loco, huevos hacen faltar para dejar atrás todo lo que uno tiene y ama, para hacerle frente a la muerte y llegar al lugar que sea para juntar la guita y sostenerlos a la distancia. Si tuviste las pelotas para eso, para decir chau sólo para sacrificarte por la gente que querés: La Bestia va a ser un juego de chicos.
Cristian se fumó el pucho en tres pitadas. Eso duró la conversación. Apaga ese filtro plástico que estaba fumando en el piso y me da la mano. Aliviado, lo veo irse.
Unas horas después de nuestro mano a mano, este chico se va al kiosko. Al pasar y con un tímido gesto dice: “Hasta luego…¡Saludos a Messi por si no regreso!”. Forzada o natural, se le dibuja una sonrisa.