Se trata de Esther Soria, quien tiene 83 años, vive en la localidad santafesina de Casilda y ya formó una familia que tiene seis generaciones vivas en simultáneo.
«No hay nada más lindo que la familia unida» recitaba una vieja canción de alguna serie televisiva que iba los domingos al mediodía, y que planteaba la vida de los integrantes de un clan familiar con sus historias particulares, situación que puede confirmarlo una mujer de 83 años oriunda de la localidad santafesina de Casilda.
La protagonista de este cuento mágico es Esther Soria, quien ya en 2019 y a sus 81 años, ya se convirtió en “chozna”. Es decir que Esther no solo tiene nietos, bisnietos y tataranietos; también tiene tres tataranietos, o tátara-tataranietos, o, como se estila decir, “choznos”.
La mujer tuvo su primer hijo a los 15 años, el segundo llegó a los 17 y siguió siendo madre: siete veces más, precisamente, en un período que se extendió hasta los 42 años, cuando nació Sergio. Luego, fue abuela a los 30 años y bisabuela a los 45 y se dio la casualidad de que tuvo más hijas que hijos, y que ellas también tuvieron más mujeres que hombres. Y que todas formaron parejas y se convirtieron en madres a edades muy jóvenes, ahora Esther es la primera de seis generaciones de mujeres vivas, algo impensado en el tiempo actual.
Durante mucho tiempo, ni la Real Academia Española ni los expertos en genealogía se inclinaron por una palabra específica que se pudiera utilizar en casos como este. Por eso, la amplia variedad de opciones, en la cual, además de las mencionadas en el primer párrafo, aparece “cuadrinieto/a” (o cuadriabuelo/a) y Esther Soria es una de las pocas personas del mundo que pueden disfrutar de este título.
Una familia enorme
Cabe destacar, que su familia es amplia, ya que tiene 153 nietos en total (contando a sus nietos, bisnietos y todo el árbol genealógico hasta su generación más reciente). El esquema se compone de 42 nietos, 81 bisnietos, 33 tataranietos y dos choznos.
“A veces no me acuerdo el nombre de algunos”, sostuvo y lo bueno es que a su edad, aún goza de una buena salud y del cariño de ellos. Pero no siempre ha sido así: lamentablemente, la vida, en el pasado, le presentó dificultades e injusticias y hoy, todavía guarda algunos recuerdos oscuros en su memoria.
Esther nació el 30 de septiembre de 1938 en la localidad santafesina de San José de la Esquina y, hasta que cumplió 30 años, no se movió de allí. Su madre, quien la tuvo a los 17 años, no la acompañó por mucho tiempo. “Me abandonó a los 2 años”, dijo y agregó que “cuando cumplí dos años, se fue con mi hermanito y nos dejó solos. Luego, lo llamó a mi papá para ‘devolver’ a mi hermano”.
En tanto, fue criada por su padre, quien se dedicaba a transportar arena de un lado a otro en un camión. “Yo me crie bajo un carro de arena, lo acompañaba siempre. Sé todo sobre ese negocio”, contó. En esa época, no fue al colegio y se aprendió la dinámica del trabajo de su padre y lo acompañó durante años desde la madrugada hasta la noche arriba del vehículo, siendo su aprendiz y su ayudante.
Violación y nacimiento
El padre de Esther falleció cuando ella cumplió quince años, de modo que no tuvo más opción que irse a vivir a la casa de unos amigos de su familia. Allí, lógicamente, su rutina cambió completamente: dejó el rubro del transporte de arena y comenzó a trabajar de mucama.
Lentamente, sus patrones comenzaron a confiar en ella y parecía que su relación con ellos crecía en buenos términos, pero, justo en ese momento, ocurrió un hecho luctuoso: Esther fue violada y eso derivó en el nacimiento de su primera hija. El padre del bebé, cuyo nombre ella aún recuerda, no se hizo cargo y había pasado poco desde que se mudara ahí: aún tenía quince años. “Es una vida bastante fea, la mía”, dice, “porque tuve que salir a pedir ayuda cuando estaba embarazada de mi primera hija, no sabía una miércoles porque quedé embarazada sin mi consentimiento”.
“Me obligaron a hacer muchas cosas que no puedo contar”, señaló y una de ellas, por ejemplo, fue “dejar ir” a su bebé. “Los de la casa en la que vivía la vendieron”, lamentó. “Al poco tiempo de que me la quitaran, escapé de esa casa. Me fui para no estar más con ellos, para tener otra vida”, agregó y a partir de ese momento, Esther se aferró a cualquier trabajo que apareciese: “Anduve cortando yuyos, trabajando en cosechas… haciendo de todo. Le puedo contar a cualquiera cómo se hace un ladrillo”.
A los 17, formó una pareja y empezó una nueva vida, y ese mismo año dio a luz a su segundo hijo, “el primero formado en pareja” por lo que a partir de ese momento, y hasta los 42 años, tendría 8 más, entonces fue madre de Isabel, Marta, Alicia, Juan, Estela y Sergio. En el medio hubo tres hijos que se enfermaron de pequeños y no lograron sobrevivir. “Gracias a Dios, los pude criar trabajando”, dijo respecto a la infancia de todos los que vivieron, y añadió: “Todos fueron a la escuela. Terminaron la primaria, pero no la secundaria. No los pude obligar”. Sin embargo, todos ellos y ellas pudieron llevar a cabo una buena vida.
En adelante, ellos fueron esenciales para que Esther tuviera un buen pasar y también, para que se transformara en una tátara-tatarabuela récord. Dice que, al igual que ella, muchas de sus hijas fueron madres a tempranas edades. “Cuando cumplieron 15 años no las pude dominar más”, contó, “como era una mujer sola, las criaba como podía, porque trabajaba todo el día. Les daba de comer y las vestía, casi a pulmón. Por otro lado, eran mujeres y querían hacer sus vidas, así que tuve que aflojar”.
A los 30 años, Esther ya era abuela y sus nietos y nietas siguieron los mismos pasos de sus padres y madres y tuvieron hijos antes de cumplir la mayoría de edad. Después, luego de solo un tiempo, se acreditaría un título más: bisabuela con 45 años. En el medio llegaron los tataranietos hasta que, en 2019, una de ellas, Yanet, tendría a Ian, la sexta y más reciente generación, la de los tátara tátara nietos.
Otros casos
Cabe destacar, que no abundan las casualidades como esta en el mundo contemporáneo. Por eso resulta aún más curioso que otro de los casos más recientes también haya sucedido en Argentina. En 2007, el nacimiento de Ariana Jacqueline Premet en Córdoba propició otro sexteto de generaciones vivas en simultáneo. Su madre, Jorgelina García, tenía 19 años en el momento, la abuela, apenas 38 años y, su bisabuela, 54. La tatarabuela, por su parte, tenía 71 años, y la madre de esta, 90.
Después, el hecho se replicaría en suelo europeo, cuando en 2017 se divulgó el caso de la italiana Emanuela Ranieri, quien se transformó en chozna a los 93 años. En la misma época, la usuaria Nechelle Williams publicó un video en su cuenta de TikTok en el que seis generaciones de mujeres de su familia desfilaban juntas en la sala de estar de su casa. Pocos más ejemplos han sido conocidos por fuera de estos.