Sábado. Ciudad Deportiva. Sale a la cancha, seria. Mira a veces al frente, a veces al suelo. Pisa. Pisa. Raspa contra el pasto. Se afirma. Solo ella sabe que algo no está bien. O no tan bien como le gustaría que esté. Hay que jugar y juega, porque a eso vino.
Por momentos, lo hace como sabe. Con pase preciso, con buena pegada y ubicada siempre donde pide la jugada. Por momento se frustra. Le pega al pasto, se frota las manos por la cara. Una, dos, tres veces. Como si estuviera soñando que nada sale como quiere y se quisiera despertar.
Termina el partido y quiere quedarse sola. Incluso hubiera deseado que nadie la fuera a saludar. Ni las rivales, ni sus compañeras. Sabe que algo no salió bien. O no tan bien como le hubiese gustado que saliera. Y se va. Masticando bronca.
Miércoles. Estadio Eva Perón. Sale a la cancha, concentrada. Apenas tiene al lado al línea se permite recordarle, con una sonrisa, que le cobró un offside inexistente en un partido anterior. Se ríe y le pide que esta vez mire bien. Pisa con confianza, como si caminara descalza por el patio de su casa. Hay que jugar y juega, porque a eso vino.
Se tira atrás y se asocia. Toca desbordar y desborda. Llega al área. Pide el tiro libre. Las quiere todas. Mete un taco de aire que hace pedir perdón una y mil veces a un señor que, pegadito al alambrado, se empecinaba en señalar las diferencias entre hombres y mujeres a la hora de relacionarse con la pelota.
Casi al borde del área chica, le cae un rebote y la manda a guardar, cruzado, eligiendo el palo que encuentre a contrapierna a la arquera rival. Grita, se desahoga, señala a alguien en la tribuna. Se planta, se limpia el aire que la rodea. Se saca la mufa.
Apenas deja correr unos minutos y llega al área al trotecito. No se desespera en ir contra la arquera a buscar el centro porque entiende que la pelota va a llegar a su posición, que todavía nadie detectó en la defensa rival. Y llega. La recibe de primera, con un derechazo rasante que vuelve a ubicarse pegadito al palo. Y vuelve a festejar, pero ya como si fuera una costumbre. Se ríe, se abraza y se va para el vestuario levantando chocolates como trofeo.
Cuenta la leyenda que hay dos Mari Costa. La de los botines de las tres tiras, nuevos, relucientes, pero tristes. Y la de los viejos botines amarillos de la pipa. Gastados, pero felices.
«Decidí cambiar los botines, porque sabía que la mufa estaba en los botines nuevos. Me los compré porque todas empezaron a comprarse nuevos para el torneo. Y no me funcionaron. Desde el primer momento me sentí incómoda con esos botines. Así que ahora los vendo o los tiro».
Por Juani Portiglia – @JIPortiglia