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PUEBLOS ORIGINARIOS

Ceremonias

En cada rincón de la provincia de Buenos Aires hoy se trabaja arduamente frente a los prejuicios, para fortalecer las raíces, cuidar el medio ambiente, el universo, lo que es de todos.

Sociedad

El rañin-atv es la ceremonia del medio año, cuenta el longko Oscar Farías de la comunidad Nahuel Payún de Junín. Hace unos días, junto a la comunidad Hermanos Mapuche de Los Toldos y la antigua comunidad Melinao de Olascoaga, celebraron el agradecimiento a la naturaleza por los nuevos frutos maduros. Junto a los longko Julián Rojas Lincoqueo y Amalia Coñequir, las comunidades festejaron bajo un sol radiante las cosechas. Susana Carranza, la pillán kuse, transmitió los conocimientos del idioma y contó episodios de su propia historia.

En la comunidad Tres Ombúes, uno de sus integrantes, el mapuche Jesús Pinkanta, no deja de conmoverse por toda la lucha que llevan adelante para permanecer en el territorio. La comunidad preserva la tierra de los querandíes en la zona de Ezeiza. Allí también se realizan las ceremonias ancestrales y Jesús cuenta que en cada época del año la nación mapuche tiene sus eventos naturales que agradecer: en walung, verano, la recolección de frutos, en rimü, el otoño, cuando se deja descansar la tierra, en puken, invierno, la ceremonia de wiñoy tripantu, la vuelta del sol y el comienzo de un nuevo ciclo, y en pewü, primavera, donde la naturaleza se viste con sus mejores tonalidades.

Como el resto de las comunidades de la provincia, Jesús considera que la difusión de las costumbres ancestrales es importante para preservar la identidad, para encontrar la identidad en muchos perdída, en otros olvidada.

Declaran zona protegida y patrimonio histórico el cementerio ancestral mapuche de la tribu de Coliqueo en General Viamonte

A lo largo de la historia

La comunidad Tres Ombúes está elaborando un calendario de ceremonias mapuche que esperan terminar pronto, para difundir la cultura en distintos ámbitos educativos y culturales.

A lo largo de la historia hay muchos relatos sobre las ceremonias mapuche en el wallmapu, el territorio habitado por la “Gente de la tierra”, de un lado y otro de la cordillera. José de San Martín, que se reunió en el viejo Fuerte San Carlos, a doscientos kilómetros del Plumerillo, presenció varias ceremonias junto a los longko de la nación pehuenche y mapuche.

El prócer escribió que “apurados redoblones de tamboriles anunciaron que el loncomeu iba a comenzar”. El prócer describe un baile que se sigue haciendo y data del siglo XVI, con la llegada de los blancos. Se trata de imitar los movimientos y contorsiones de los animales, moviendo los brazos y la cabeza dentro del semicírculo ceremonial. En sus memorias plasmó la pasión con que los mapuche danzaban en movimientos hipnóticos y atractivos. El bailarín marcaba el paso del kultrún, un ritmo cadencioso y triste. En aquel paisaje cuyano, la voz del longko Calfuhual, Pato Azulado, estremeció con su eco a San Martín. Su canto animaba al resto de bailarines a seguirlo al medio mientras la muchedumbre aplaudía animando, vivando el espectáculo dedicado al general que estaba por emprender la travesía libertadora. Los danzantes brincando imitaban los movimientos del choike, el ñandú, del gurrü, el zorro, del luan, el guanaco, del pangue, el puma. Agrega San Martín: “no podemos calcular con precisión el tiempo que aquellos hombres se zangolotearon, pero sí podemos afirmar que llegó el momento en que supimos que sus músculos debían ser de bronce”.

En la actualidad, este baile sigue enseñándose a los pequeños, para que vivan y disfruten como un animal. De esa manera se les transmite el respeto y la forma en que los mapuche son parte de la naturaleza, igual que ellos, nadie está por encima de nadie.

En todas las ceremonias las mujeres kultruneras, que saben tocar su tambor de mano, se acercan al réwe para «sacar» tail, los cantos sagrados de su estirpe. Se improvisa, se canta de un modo circular algo que tenga que ver con la estirpe.

En la antigüedad había otras ceremonias, que ya no se hacen porque o no se tiene acceso a aquellos lugares sagrados, por ser hoy “propiedad privada”, por la extinción de la vegetación autóctona que fue reemplazada por el pino, o por el fuego intencional. También por el destierro de familias a las que les tocó vivir en tierras infértiles, contaminadas o a las orillas de las ciudades.

Cuando abundaba el árbol del canelo, en tiempos antiguos se hacía la ceremonia del desentierro. En un cántaro de barro bien tapado se colocaba la chicha elaborada con manzanas o manchana, como se dice en mapuzungún, y se enterraba al pie de un árbol. Al año siguiente, la comunidad iba a retirar el recipiente y le entregaba a la mapu uno nuevo. Si dentro del cántaro se encontraba algún grano, pepita o semilla, entonces se auguraba un muy buen año de cosecha.

Se sabe de otra ceremonia que data del año 1641, que el longko Antuwenú, Sol en el Cielo, llamó ceremonia de la paz. Su tribu decidió poner fin a tantas muertes y citaron en una enramada al marqués de Baydes, Diego López de Zúñiga, capitán general del Reino de Chile. Allí, después de los juramentos y promesas, sacrificaron llamas para comer y luego hicieron un pozo donde Antuwenú y su gente depositaron todas las lanzas y puntas de flecha que tenían para guerrear. Para no ser maleducados, los españoles imitaron a los mapuche y echaron en el pozo balas, hierros de lanza, dagas y cuerdas. Luego, sobre todo eso plantaron un árbol de canelo, para que la paz se recuerde siempre a través del árbol sagrado.

En el mes de junio, el wiñoy tripantu, la vuelta del sol, será otra fecha de encuentro entre el 21 y el 24 cuando se produce el solsticio de invierno, que es donde comienza el nuevo ciclo natural a celebrar.

Ceremonia en el noroeste bonaerense

En la época del pewü, primavera, en el noroeste bonaerense se realiza desde hace varios años la presentación de los niños al réwe, el lugar de la pureza. Al amanecer, antes de que salga el sol, la comunidad con sus chicos camina alrededor del réwe, el lugar donde se plantan las banderas. Ni bien el sol termina de salir, se invita a los padres a acercar a los bebés al lugar más puro, que es el puel, el Este, de donde sale el sol. Allí se los alza bien alto, para que antu conozca a los nuevos pichiche, los pequeños de la comunidad. Los mayores confeccionan, en los días previos, bolsitas rellenas con hierbas medicinales para que el niño se las lleve como recuerdo colgada al cuello.

En algunos lugares todavía se hace la ceremonia de catanpilún, agujerear el lóbulo de las orejas para colocarle aros a las niñas. En la época en que se veían manadas inmensas de caballos salvajes, el padre recorría varias leguas hasta encontrar un caballo alazán. Había que hacerlo con tiempo, ya que tenía que domarlo hablándole, susurrando hasta que el animal entendiera que debía ser dócil. La ceremonia se hacía cuando las niñas cumplían cuatro años. La ceremonia comenzaba con el animal acostado sobre la hierba y la pequeña sobre el vientre del caballo. Una anciana  les agujereaba las orejas con una aguja de hueso finísima mientras las mujeres cantaban alrededor. Se colocaba en el orificio un hilo que quedaba puesto hasta la pubertad. Después cada uno de los presentes, con la misma aguja se pinchaba el dedo gordo de la mano o la pantorrilla derecha. Si salía sangre se la entregaba de forma simbólica con plegarias, a los newén, las fuerzas espirituales para que la pequeña tuviera larga vida. Con el correr de los días, todos le llevaban regalos como prendas de plata o animales.

Al llegar la adolescencia se hacía otra ceremonia, la de la adultez para ambos sexos. Las  niñas recibían su primer par de chaway, aros de plata hechos especialmente para ella. Los varones recibían su primer poncho con laboreos, lo que se llama nimiñ, dibujos para el portador.

Otra ceremonia era la del casamiento, pero menos pomposa que el resto. El novio comunicaba a toda su familia y amigos su intención de pedirle casamiento a la mujer deseada. El día que se establecía la unión todos, menos el novio, iban hasta el toldo de los padres de la chica a contarle las hazañas del pretendiente, de sus padres y abuelos. Si esto le caía bien al padre de la novia, él se tomaba unas horas para hablar de las virtudes de su hija. Pero la decisión final la tenía la madre, que se mantenía al margen observando y oyendo atentamente el diálogo de los varones. También se tomaba su tiempo para elaborar un discurso que alegrara si era un sí o que no dañara el espíritu si era un no.

Si era un sí, la madre arreglaba la entrega de los regalos que el novio y los amigos de su familia debían hacerle a ellos, por entregarles a su hija. Siempre eran ganados, vestidos, espuelas, aperos de montar, mantas tejidas por sus madres. Cuando todo era entregado, el padre del novio se presentaba ante la chica para entregarle a modo de “anillo” una piedrita verde, que ella guardaba por el resto de su vida. La fiesta terminaba con una comida compartida de vegetales recolectados y se carneaba un animal que podía ser un potro o novillo, solo se asaba el corazón y el pecho. De esa manera el amor sería para toda la vida.

En cada rincón de la provincia de Buenos Aires hoy se trabaja arduamente frente a los prejuicios, para fortalecer las raíces, cuidar el medio ambiente, el universo, lo que es de todos. Jesús Pinkanta, cada vez que saluda, dice ¡chumleimi! Lo que equivale a ¿estás bien? Un saludo afectuoso, siempre en positivo, afirmando que la otra persona se encuentra bien, deseando que se encuentre bien en salud y espíritu. El es uno de los guardianes de la cultura. En su comunidad, todos agradecen y cantan en lengua, en su mapuzungún, cuando se sientan frente al fogón, para tener el corazón tranquilo, fortalecer el newén.

(Nota de Carina Carriqueo, para Página 12)

Fotos: Gentileza Oscar Farías para JUNIN24

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